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Si una noche de invierno un trámite…

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Me hizo falta sacar un documento para un trámite legal, el papel en cuestión era el certificado de matrimonio de mis padres; así que averigüé dónde quedaba el Registro Civil y puse la alarma para las seis de la mañana. 

Al llegar me encontré con una larga fila de personas y, como es lógico, pregunté por el último. Tuve que repetir mi interrogante varias veces, hasta que una anciana decidió socorrerme: 

—Muchacho, ¿para qué cola tú estás? 

—Para esta, supongo.

—No, chico, me refiero a si vas a recoger o solicitar.

—¿Recoger o solicitar? Bueno, a solicitar. 

—Entonces pregunta quién es el último en la cola para solicitar y, si por delante de ti hay 10 personas, ni pierdas el tiempo, ven otro día.

Cumplí con las indicaciones de la anciana, pero seguía sin recibir respuesta, hasta que un mulato cuarentón se me acercó y me ofreció venderme su puesto en la fila por dos mil pesos, una cifra que según él era una ganga para como estaban las cosas. Como es lógico, rechacé la propuesta, y decidí intentarlo otro día. 

Un amigo me recomendó que la mejor alternativa que tenía para resolver mi problema era marcar en la cola desde bien temprano. Él había pasado por aquella experiencia cuando tuvo que sacar el carné de identidad, y me contó que a pesar de marcar a la tres de la mañana hizo el ocho en la lista. Así que si quería ir a lo seguro, debía plantarme frente al Registro Civil, por lo menos, a la una de la mañana. 

Aquella noche me pertreché, me puse dos abrigos, un gorro rojo que no me ponía desde la universidad, las medias más largas que encontré y un pantalón de tela gorda. Guardé dos coladas de café en un pomo, cargué el celular al 100 % y compré un tabaco. 

La cola nocturna en sí no se desarrolla frente a la reja del Registro Civil, sino en un pequeño parque que hay al frente, donde las personas pueden sentarse mientras esperan. Cuando llegué ya había una muchacha sentada que traía puesto un abrigo rojo como mi gorro, así que usé el conocimiento aprendido en la mañana anterior:

—¿Usted es la última persona para solicitar? 

—Sí, soy la primera, estoy aquí desde las 10 de la noche porque me dijeron que hay unos coleros que cogen los turnos y luego los venden, así que no quería arriesgarme. 

Los minutos iniciales de la noche se hicieron largos y tediosos. El reloj parecía no avanzar mientras la temperatura bajaba. Por otra parte, los bancos de piedra del parque no eran cómodos en lo absoluto. Por momentos me paraba, caminaba un rato en círculos, y regresaba a mi asiento a revisar las redes sociales   

Tampoco podía darme el gusto de derrochar la batería del teléfono, un recurso preciado que debía dosificar a toda costa. A la muchacha le afectaba más el frío que a mí y para calentarse se fumaba un cigarro tras otro. 

Media hora más tarde, aparecieron una señora mayor, que marcó como la primera persona para recoger, y un primo de la muchacha del abrigo rojo que vino a acompañarla.  

Lo más triste de esperar es el propio acto de gastar el tiempo por el simple hecho de hacerlo. Asesinar los segundos, los minutos, las horas. Ver en cámara lenta cómo pasa la noche mientras somos protagonistas de un total sinsentido. 

Cuando el reloj marcó las 2:00 a. m. llegaron los coleros, eran tres señores mayores, encabezados por el mismo mulato cuarentón que me había intentado vender su turno la mañana anterior. 

Lo que hicieron después se sintió como un acto rutinario: contaron a las personas en el parque, la cuenta no les dio porque solo se atienden 10 personas al día en cada una de las colas, y con la misma se fueron. Ya lo intentarían la próxima madrugada.

La señora mayor, la primera en la cola para recoger, empezó a cabecear por el sueño y al final optó por volverse un ovillo sobre el banco para dormir, usó como almohada el bolso que traía. Era una imagen triste, a su edad no debería exponerse al sereno y al frío de la madrugada de esa manera, quién sabe si vive sola o cuán importante es el papel que debe sacar. 

A las 4:00 a. m. el sueño comenzó a traicionarme hasta a mí, y reconozco que me dormí por momentos, en intervalos, hasta que el reloj marcó las 5:00 y una sensación de acidez horrible me revolvió el estómago. 

A las 6:00 pasó un vendedor de dulces, imagino que sincronizado con la hora del desayuno de las personas que conforman la cola cada madrugada. Compré dos masarreales, más conocidos como matahambres en mi pueblo natal, y pude aliviar un poco el padecimiento.

A las 7:30 las personas comenzaron a avanzar en dirección a la reja, y la cola comenzó a organizarse para que cada cual supiera bien detrás de quién iba. No faltaron los que, como yo, el día anterior, llegaron preguntando el último sin conocer las complejidades del sistema colero. 

De uno en uno fueron llegando los trabajadores del Registro Civil. Pese a que en el cartel decía que iniciaban a las 8:00 a. m., la reja se abrió rozando las 8:30. Las personas de la fila hacían todo lo posible por mantenerse despiertas, y yo me daba ligeros golpes en la cara para espabilarme. 

Al entrar nos pidieron los carnés de identidad, 10 por cada categoría de cola: solicitar, recoger, trámites de vivienda, entre otros. No faltó el que desesperadamente intentó colarse, claro que sin mucho resultado: los que pasamos la noche sin dormir no entregaríamos nuestro puesto fácilmente. 

Al final me llamaron, entré a la oficina, le dije a una muchacha el tipo de documento que necesitaba, ella lo anotó en su computadora, me dio un trozo de papel escrito a mano con un bolígrafo y me informó que viniera a recoger el documento el día 27 de noviembre. 

Tras una noche en vela, el proceso en sí había durado unos escasos 10 minutos. 

De ahí salí rumbo a la parada medio dormido, con la certeza de que en una semana tendría que repetir el proceso para recoger el documento que acababa de solicitar. 

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