Al clarear el alba sobre Matanzas, el 28 de junio de 1844, el poeta caminó rumbo a la muerte, cuentan que murmuraba los versos de su Plegaria a Dios. Lo acompañaban en ese viaje un teniente de milicias, un hacendado, un músico, un dentista y un sastre, entre otros, todos pardos y morenos libres y educados, todos acusados de participar de una conjura antiesclavista, torturados y condenados con escasas pruebas. Tras una señal, las 44 bocas del pelotón de fusilamiento tronaron a la vez, el ángel cayó apenas herido, “adiós, Cuba, no hay piedad para mí, fuego aquí”, fueron sus últimas palabras.