Todo comienza y todo acaba en Juan Gualberto. Ilustración: Luis Daniel Báez Ramírez

Ese 29 de febrero, mientras contempla el pequeño poblado de Sabanilla del Comendador, con sus pocos edificios de mampostería y sus paredes sucias, tal vez Juan Gualberto reflexione que a pesar de todos sus viajes, como Ulises, regresa a Ítaca a morir. La serpiente toma el primer bocado de su propia cola y luego continúa con el resto de su cuerpo hasta que desaparece por completo. A él todavía le quedan asuntos pendientes en este reino.

Al clarear el alba sobre Matanzas, el 28 de junio de 1844, el poeta caminó rumbo a la muerte, cuentan que murmuraba los versos de su Plegaria a Dios. Lo acompañaban en ese viaje un teniente de milicias, un hacendado, un músico, un dentista y un sastre, entre otros, todos pardos y morenos libres y educados, todos acusados de participar de una conjura antiesclavista, torturados y condenados con escasas pruebas. Tras una señal, las 44 bocas del pelotón de fusilamiento tronaron a la vez, el ángel cayó apenas herido, “adiós, Cuba, no hay piedad para mí, fuego aquí”, fueron sus últimas palabras.

El miércoles 25 de febrero de 1835 comenzó en Matanzas un “extraordinario espectáculo de animales vivos”. Se exhibieron al público dos elefantes, tres monos y tres caballitos. Estos habían sido trasladados desde Norteamérica a la capital, y de esta a Matanzas, por los señores de Banks, Trask y Compañía, quienes arrendaron el Teatro Principal, enclavado en la calle Manzano.

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