Soto: el coraje y la pólvora

Soto observa a los niños con cierto sentimiento de ternura y a la vez con ese vértigo de cuando nos percatamos que el tiempo nos sobrepasa y, poco a poco, nos deja atrás y entonces la vejez comienza a pesar.  

Quizás piense que con el transcurso de los años mucho ha cambiado. Ya no es el mismo país en que nació, porque los países son como los hombres, que pueden levantarse a sí mismos cuando se han dado de bruces contra el suelo. Ocurre siempre que los hombres que lo habitan tienen la dignidad suficiente para no contentarse con el sillón y el barro. 

Mucho puede cambiar, pero los niños son los mismos. Tal vez los de ahora, los que están en esa aula, con sus uniformes rojos y blancos, y esperan que él hable, no padezcan las mismas penurias que aquellos que en su natal Mangos de Baraguá él veía en los bohíos donde llovía más adentro que afuera y ellos podían jugar a “chapoletear” en el fango dentro de su propia casa. Quizás las circunstancias hayan variado, gracias al empuje de muchas personas, como él mismo, pero los rapaces siempre tendrán esa alegría vital con la cual pueden iluminar un cuarto, una ciudad o un país con forma de caimán. 

No obstante, ellos necesitan saber de dónde vienen, que antes había un país y ahora otro, y sucedió gracias a mujeres y hombres como serán ellos en un futuro. Para eso está ahí, por eso aceptó la invitación a participar en ese seminario de “El mundo en que vivimos” –una oportunidad que puede parecer pequeña, pero él comprende su valía– para contar su historia, como mismo se parte el pan y se ofrece un trozo al otro. No es quitarse lo de uno, sino compartir aquello que se pueda compartir por el bien común, por el país en común que habita con esos niños que lo miran expectantes para saber qué va a decir. 

Habla un poco de su infancia en Mangos de Baraguá, que quedaba en una provincia que ya no existe, Oriente, y de esos muchachos que jugaban a “chapoletear” en el fango dentro de su propia casa.  Quizá por ello, porque nunca se ha considerado de esos que pueden estar impunes con la vida cuando esta le pasa factura al prójimo, en su juventud, cuando ya tenía edad para mandarse a sí mismo, se incorpora al movimiento 26 de julio.

Allí quemó campos de cañas, acopió armas para los que se batían allá arriba en la Sierra, y destruyó líneas de ferrocarriles: todo lo que molestara y afectara al régimen. Trabajó en la célula de Manuel Álvarez Montoya, que se subordinaba directamente a ese muchacho menudo que era Frank País y que murió tan pronto.  

Cuando habla acerca de las acciones de sabotaje los pioneros se mueven en la silla, los que mariposeaban comienzan a prestar atención. A los niños les gusta la acción, la idea del hombre que encara al peligro. Tal vez por los tantos muñequitos que van de eso; pero esto no se trata de muñequitos, sino de carne y plomo, como la cicatriz de la herida de bala en su brazo. 

Luego les cuenta cómo recibe la orden de incorporarse al Segundo Frente Oriental, Frank País García. Si en la clandestinidad uno podía ocultarse del miedo, quemabas el cañaveral en la oscuridad y luego sigues con tu vida y esperas o rezas por que cuando toquen a la puerta sea la vecina para pedirte un poco de sal y no la policía, allá arriba sí había que arremeter contra el miedo de frente, de tú a tú. 

En octubre del 58, relata, ocurre su bautizo de fuego. Trataban de tomar el poblado de Cueto –ubicado actualmente en Holguín– y debieron combatir en desventaja, porque las tropas batistianas los superaban en hombres y equipamientos. Sin embargo, lograron vencer, a fuerza de valor, porque la lógica bélica parecía estar en su contra. 

Regresaría a Cueto, ya más curtido, como curten las balas, a pelear dos veces más, siempre con desventaja, siempre a golpe de valor. Incluso en una ocasión quedaron encerrados en el hotel de la localidad y debieron defender el fuerte con dientes y pólvora, hasta que arribaron los refuerzos. Ahí no es solo el hombre contra el miedo, sino también contra el tiempo. Debe ser desesperante estar cautivo, apuntando a los soldados parapetados en los edificios cercanos, y cuando hay un cese al fuego, esos silencios que preceden y anteceden a la furia, ojear el horizonte en búsqueda de una fila de guerrilleros vestidos de verde. 

Luego la guerra se acaba, o por lo menos lo que llamamos guerra, porque la lucha no ha acabado aún. Jorge Enrique Sotomayor Santoya, Soto para los conocidos, participa en la limpia de bandidos del Escambray, en Playa Girón. Tal vez después de tanto compartir con el miedo de tú a tú, uno le pierde el respeto. Después se quedaría en la vida militar y se especializaría en la artillería, incluso sería de los profesores que forman a los primeros milicianos artilleros. 

Los niños lo contemplan expectantes, pero él decide detener su relato en ese punto. Luego para él prosiguió lo que sucede cuando uno le da camino a la vida: acumular días en la espalda e intentar ser lo más feliz que se pueda. Quería transmitirle a esos pioneros que el país antes era uno y ahora otro, y que para ello se sufrió, se peleó con dientes y pólvora, como en Cueto, y eso no se puede olvidar, porque el olvido es la nada, el fin de todo, y aquí nada se puede acabar.

Hay muchos hombres como Soto que llevan dentro de sí el plomo y la historia de una nación con forma de caimán. Están diseminados por ahí, en cada barrio, en cada comunidad. A veces con ganas de contarse a quien se lo pida, porque entienden que de lo poco que pueden dar lo más valioso es su legado.