Hablar de arte con Carlos Miguel Oliva

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Obra Estación de Villanueva, acuarela de Carlos Miguel Oliva.

Obra Estación de Villanueva, acuarela de Carlos Miguel Oliva.

En fecha reciente, la Galería José Miguel González de Colón abrió al público la muestra Lealtades y otros demonios, de quien probablemente se ha convertido en uno de los artistas más inquietantes y viscerales de las últimas décadas en nuestra provincia. 

Carlos Miguel Oliva Giralt (Matanzas, 1964) posee, en opinión de los entendidos, “una obra que no ha sido seducida por las modas o los ardides del comercio”, con gran “compromiso cívico y político” e irreductible fidelidad a sí mismo.

Graduado de la Escuela Nacional de Arte, en 1984, y licenciado en Pedagogía de la Enseñanza Artística, este creador ha demostrado una increíble voracidad a la hora de apropiarse de técnicas, géneros, temáticas y soportes. 

Su trabajo se define por la sinceridad sin cortapisas, acompañada de gran solidez conceptual y un profundo conocimiento sobre la teoría y el funcionamiento del campo intelectual. 

Oliva ha accedido a compartir con los lectores de Girón su historia, que es también parte del devenir de la plástica matancera.

Obra Autorretrato de Carlos Miguel Oliva.

—Su inserción en el campo artístico se produjo durante los 80. ¿Cuáles son sus recuerdos de esa década?

—Un momento de mucha beligerancia, sobre todo en La Habana; aquí se sentía, pero menos. Algunos escarceos con el poder cultural, sobre todo por las piezas que tocaban el tema del desnudo, también incomprensiones desde el punto de vista político.

“Existía un diálogo tremendo entre los artistas y un trabajo en común muy interesante. Nos pasábamos los materiales sobre artes plásticas, mimeografiados, de mano en mano, pues eran muy difíciles de conseguir. 

“Resulta complicado retrotraerse porque no hay una historia del arte en Matanzas o un catálogo de creadores matanceros. Lo que tenemos son recortes de periódico y el esfuerzo que a nivel individual han realizado especialistas como Yamila Gordillo o Helga Montalbán.

“Hice mi primera exposición justo a mitad de esa década, en 1985. Se puede decir que fue un compendio de todas las preocupaciones que tenía, desde el punto de vista estético, sociológico o político”. 

—¿Cómo se desarrolló la obra de Carlos Miguel Oliva en esos primeros tiempos?

—Trabajé mucho óleo sobre tela y sobre madera. Pinturas donde se ponía de manifiesto lo factual. Fui recreando mi mundo. 

“Me afilié a la estética de un pintor mexicano muy interesante, Francisco Toledo. Una obra apegada a la tierra, que podríamos llamar costumbrista, aunque la mía no lo era tanto. Me interesaba, sobre todo, la mezcla que hacía del animal con el hombre, como una suerte de bestiario medieval. 

“Después me atrapó un artista haitiano, Hervé Telemaque; él hacía todo lo contrario, sus piezas tenían reminiscencias del pop, eran muy planas, muy pulcras. Ese estilo, en mi caso, lo combinaba con una especie de naturaleza muerta muy ordinaria, aquello que veía la gente todos los días y no le daba mucha importancia, podía ser una puerta o la vista de una ventana con unas macetas. 

“Soy una persona que trabaja por series; es decir, cuando toco una temática la abordo desde todas sus aristas hasta que se agota”. 

—¿Qué temas le interesaban? 

—Me fascinaban las fracturas que se producen en la sociedad cuando existen asuntos no resueltos como el racismo, la violencia contra la mujer, la desigualdad económica. 

“Como decía el crítico Rufo Caballero, uno es un actante y aprovecha esas circunstancias para dejar su comentario sobre la sociedad porque, al fin y al cabo, el arte es una manera de interpretar nuestro entorno”. 

¿De eso se trata la serie de las acuarelas? 

—Esa fue una serie que podemos llamar hedonista, pero tenía un toquecito de ironía. Entonces iba por los solares, veía las casas sin techo, las edificaciones en peligro de derrumbe. Al hotel París, que en mi niñez era un lugar que me impresionaba, un día entré y vi que poseía una arquitectura morisca, todo muy bello. También me impactó la monumentalidad de la primera estación de tren, la de Villanueva; cómo el paso del tiempo iba arrasando, acabando con todo en su camino.

“La acuarela es una técnica que ya casi no se usaba en la historia del arte. Tenía su dificultad pero me di cuenta de que podía comercializarla y aproveché ese filón porque era una época difícil, los 90”.


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¿Cómo funciona el mercado del arte en provincia?

En provincia no existe mercado del arte, lo que hay es un baratillo. Las galerías se enfocan de lleno en la comercialización y muchas no tienen un personal calificado. 

“En alguna ocasión me acerqué y no me fue mal porque había personas, como la historiadora del arte Caridad Rodríguez, que, dentro de la debacle, tenían una cultura visual y le otorgaban cierta dignidad; pero después, no quiero ni recordarlo.

“Tal como lo sufrí, el objetivo era vender cualquier cosa. Tratabas de llevar una obra de calidad, la presentabas y te decían: ‘Lo que tiene demanda es el Compay Segundo, la mulata…’. El mercado depende del público pero también de quién esté al frente, de la información que tenga, de lo que quiera generar”.    

Esa inexistencia de un mercado del arte sólido, bien organizado, ¿de qué manera condiciona el trabajo del artista?

—A mí no me condiciona porque he dejado de preocuparme. Prefiero buscar un trabajo. Ahora doy clases en la escuela de artes plásticas y eso me beneficia, porque tengo que investigar mucho y me encanta, pero si no estuviera allí, habría hecho otra cosa.   

Collage de Carlos Miguel Oliva
Uno de los collages de Carlos Miguel Oliva incluidos en la exposición colombina.

¿Es posible vivir del arte sin depender de las estructuras del mercado?

—Absolutamente imposible. Muy pocos artistas logran vivir de su arte, a no ser el caso de los músicos, pues la industria cultural los favorece, y aún así durante la pandemia lo tuvieron difícil. El sistema carece de los actores fundamentales que le permitan funcionar orgánicamente. 

¿Qué le aporta su trabajo como profesor?

—Decía Séneca: “El hombre que enseña, aprende”. Antes la educación era muy verticalista, ahora es horizontal. Uno siempre se encuentra con alumnos interesantes y esa retroalimentación resulta fundamental.

—¿Cómo ha impactado, en el panorama artístico matancero, la creación del nivel medio educativo en la especialidad de Artes Plásticas?

—Hace poco, Manuel (Hernández), el caricaturista, nos decía en broma, a mí y a otro profesor: “Ustedes han creado una legión de ginganeros (término despectivo que se refiere a los artistas que crean para la venta al turismo)”. No lo tomaría al pie de la letra; creo que sí ha sido importante porque el espectro del alumno se ha desarrollado mucho. 

“No solo tiene las herramientas que va a adquirir en la carrera, también está relacionándose con los estudiantes de música, asiste a los festivales, se vincula con las instituciones y eso amplía sus miras.

“Hay estudiantes que, desde la escuela, asumen que la realidad es superior a ellos y que no van a poder ganarse la vida siendo artistas plásticos. Esos integran el público sensible que el día de mañana asiste a las galerías”.


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Cuando le otorgaron el Premio Provincial de Artes Plásticas, en 2013, el jurado afirmaba que usted es “una voz imprescindible del arte más audaz y duro”. ¿Por qué cree que le asignaron tales calificativos? 

—Imagino que es porque nunca estoy conforme, me mantengo en un proceso de búsqueda constante. Mi última exposición en Colón fue de collage, pero venía de hacer una de libros-arte, y antes de eso estuve pintando y haciendo diaporamas. Quizá por duro se refiere a persistente, porque hay mucha gente que colgó los guantes, pero yo he perseverado.

“Algo que le critico siempre al campo artístico es la falta de disposición para el estudio. El creador tiene que estar constantemente superándose. No creas que lo sabes todo, o la obra se te estanca”.

¿Algunos carecen de ese sustento teórico?
—Sí, totalmente. Nuestro trabajo demanda tanto de diseño como de cuestiones semióticas, eso es el arte: un significado que adopta determinada forma. Nos convertimos en productores de imágenes y de sentido, en un mundo atestado de representaciones que intentan homogeneizar al ser humano.