Los Oscar de la noche

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Hace años dejé de creer en los Oscar, mucho después de que Montgomery Clift sostuviera “Si Chaplin y Garbo no lo han ganado, el verdadero mérito es no tenerlo”.

Hace años dejé de creer en los Oscar, mucho después de que Montgomery Clift sostuviera “Si Chaplin y Garbo no lo han ganado, el verdadero mérito es no tenerlo”. Mi motivo va más allá de no ver premiados en muchas ocasiones esos referentes personales que para mí están entre las mejores películas, directores, guiones, intérpretes, trabajos de fotografía, montaje y sonido, decorados o bandas sonoras desde la invención del cinematógrafo; por tanto, va más allá de mis egoísmos artísticos, que en ocasiones me equivoco y creo que nadie más comparte: mi verdadero motivo es el escaso rigor, el criterio desconcertante, que he visto reinar en muchas de las ediciones.

Cada vez que se acerca la gala, como cinéfilo impenitente al fin y al cabo, en algún momento de la jornada, a veces entre el sueño y la vigilia, creo mis propios Oscar. Desencantado por el nada nuevo bajón de índices de calidad en el horizonte cinematográfico actual, demasiado orgulloso para reconocer lo divertido y fructífero de dar opinión sobre las que ganan y pierden y las que ni siquiera aparecen nominadas, me siento invitado por derecho de hipertensión a la noche del espectáculo.

Mis Oscar ideales de 2023 comienzan, como los prefiero casi siempre, en una modesta habitación de hotel, sospechosamente similar a la de William Holden en Sunset Boulevard (1950), donde, en calidad de invitado sin recordar por qué méritos (difícilmente como crítico), me abotono frente al espejo a escasas horas del inicio de la ceremonia, como me recuerda K-Billy en la radio antes de sintonizar Boogie Shoes de KC and the Sunshine Band. No me gusta cómo me queda el esmoquin, pero no es ético protestar, pues… ¿cuántas veces al año debe usar uno esmoquin? El cigarrillo en mis labios, aunque no soy fumador, me insufla la suficiente personalidad para pararme entre la plana mayor de la industria sin parecer una hormiga entre elefantes.

Prima el blanco y negro (sin petulancia, puro placer estético) sobre Los Ángeles tal cual la imagino, como ciudad de estrellas y crepúsculo de dioses al mismo tiempo. Mientras conduzco en un Ford Mustang como el de James Bond en una de sus aventuras de los 70, las imágenes en color de las marquesinas tienen el esplendor visual de los musicales de la Metro y la gente aún se viste como en el año que arrasó Eva al desnudo, y se repiten en mi cabeza las palabras míticas de Bette Davis en aquella película: “Ajusten sus cinturones: esta va a ser una noche movida”. Pasando por el legendario restaurante Musso & Frank, de donde salen bien servidos y sonriendo hipócritamente varios de los peces gordos de traje y corbata que poco después verán competir los frutos de sus inversiones, miro el reloj de pulsera un par de veces porque los nervios me impiden concentrarme.

Aún me queda tiempo para aparcar detrás de un cine de programa doble que ofrece un melodrama de Douglas Sirk y una comedia de Richard Quine, a escasa distancia del Paseo de la Fama, y me apresuro a divisar la estrella de John Wayne, el conquistador del Oeste, el hombre tranquilo que mató a Liberty Valance, uno de los mitos con menos premios y más gemas en su haber. “Hasta siempre”, le replico en uno de sus más emotivos parlamentos, y entreveo algunos otros nombres para la eternidad.

Con las llaves del auto tintineando en mi bolsillo y sin sentir el peso del celular, pues las constantes selfies en las ceremonias del séptimo arte me producen alergia protocolar y elijo recrear mi noche sin el artefacto, camino hasta el Formosa Café, donde coincido con figuras de cera, fantasmas de todas las eras. Buster Keaton batalla por sonreír mientras Ryan Gosling se hace una foto con él; una boquiabierta Jessica Chastain toca y envidia los rizos pelirrojos de Maureen O’Hara; Hitchcock y Ben Hecht urden en silencio un guión mejor que el de Encadenados (1946) en lo que se les enfrían sus tazas; Cary Grant hace reír a Ingrid Bergman y a la pequeña Isabella; John Ford presume de tener peores modales que como lo caracteriza Lynch en Los Fabelman, pero dice estar de acuerdo si gana esa película…

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Antes que desaparezca la nube de humo y el efecto del café, o antes de desaparecer yo mismo junto a los espectros que hicieron tan grande aquel negocio a orillas del Pacífico, me dirijo a la ceremonia, que es lo menos interesante de mis fantasías hollywoodenses.

Por más talento y carisma que se reúna esta noche en el Dolby Theatre, ya no me importa quién venza o quién salga derrotado, pues la pelea nunca es justa. Los eternos ganadores del premio al Mejor Cine, tan inexistente como la objetividad, sólo viven en celuloide, y por eso me fastidia tanto que suelan dejarse fuera las contadas recuperaciones de su huella, como las sublimes Nop, X, Pearl, Amsterdam, o que pululen las panteras negras y avatares; aunque por otra parte me reconforta que se tenga en cuenta el reencuentro consigo mismo de Spielberg, el misterio por capas de Glass Onion, la maestría electrizante de Tár… No obstante, gracias a lo que Top Gun: Maverick ha hecho por Howard Hawks, aunque esté dedicada a Tony Scott, tal vez sea cierto que siempre se cuela en las galas algún que otro espíritu de calidad y cine en vena.

Regresaré a la realidad tras una noche más por Hollywood, donde la industria que puso asalto y robo y sentido al movimiento de un tren celebrará parte de lo mejor que hizo en 2022 y, una vez más, espero que no se ciegue ante lo que pueda hacer en el futuro.