Sergio Roque: cuatro estaciones de una vida

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Desde que se mudó a Matanzas, a mediados de los 80, el artista plástico Sergio Roque Ruano (Nuevitas, 1954) ha poblado la ciudad de sus sensuales figuras femeninas que habitan casi cualquier soporte: lienzo, cartulina, bronce, cerámica.

Absortas en el paisaje, abandonadas a su lánguido y silencioso placer, desde un universo onírico nos contemplan sus creaciones. No son mujeres de anoréxicas formas, sino matronas espléndidas, cuyos volúmenes se adueñan de todo el espacio disponible, absorbiendo los confines de la obra.

Algunas de sus piezas se encuentran emplazadas en lugares tan emblemáticos para la matanceridad como la Sala White o el Hotel Louvre, pero ¿cuál es la trayectoria vital de este escultor de formación, pintor y dibujante finísimo, maestro de generaciones? ¿Qué azar concurrente lo trajo a la urbe de Carilda y Milanés y lo enamoró perdidamente del San Juan?

DE CAMAGÜEY A LA HABANA

Fotos: Ramón Pacheco

“Mi padre era estibador en el puerto de Nuevitas y en el tiempo muerto tenía que pescar, porque éramos ocho hermanos, más o menos pequeños, una escalerita. Llegué a las artes plásticas por actitudes que tenía de chiquito, yo lo cogía todo y lo transformaba. Dibujaba sobre el mismo tema de la pesca, hacía barquitos tallados y les ponía velas de papel”.

Así, de una manera completamente espontánea, entró en la Escuela de Arte de Camagüey y luego en la Escuela Nacional de Arte, en la especialidad de escultura.

“En La Habana estaban impartiendo docencia los alumnos de la anterior generación plástica, Roberto Fabelo y Nelson Domínguez  fueron mis profesores. Había un ambiente de mucha efervescencia creativa, se hacían cantidad de exposiciones y participábamos de la vida cultural prácticamente como profesionales”.

Roque rememora también que en ese momento, el curso 1969-1970, comenzaron a aplicarse las políticas culturales que dieron origen al llamado Quinquenio Gris.

“El año anterior habían salido del claustro Antonia Eiriz y Servando Cabrera; Tomás Sánchez estuvo un poco más, aunque después también se fue. Aun así existía una riqueza de espíritu muy grande. Recuerdo, por ejemplo, que en las clases de Ernesto García Peña empapelamos unos paneles enormes para hacer murales. Poníamos a un modelo por allá, lejos, y nosotros, usando unos palos con carboncillos, dibujábamos directamente sobre las paredes, experimentábamos los distintos ángulos, las técnicas.

“Justo antes de graduarnos, vinieron unas becas para estudiar en la antigua Unión Soviética, y escogieron a Tomás Oliva, Arturo Montoto, Lorenzo Linares, Francisco Blanco, a mí, entre otros, hasta completar un total de 10. Yo fui para Ucrania.

DE CUBA  A UCRANIA

“Soy un artista de la plástica he hecho de todo: pintura, escultura, dibujos, cerámica, grabado, porque cada obra exige su propio soporte, su lenguaje”. Fotos: Ramón Pacheco Salazar

“Teníamos una buena formación, habíamos sido seleccionados, pero al llegar allá nos trataban como si fuéramos ‘indios’, se notaban mucho los prejuicios. Cuando dibujábamos, por ejemplo, venía el profesor y nos decía ‘¡Eso no es así!’ y lo rayaba todo y había que empezar de nuevo.

“Lo valioso de esa enseñanza es que tenía la intención de transformarte, de que uno superara un error, que quizás había arrastrado por años, y realmente aprendí. Su credo era: ‘A la escuela se viene a eliminar todos los problemas técnicos’”.

Para el creador se convirtieron en seis años muy angustiosos, de estudio fuerte, desde las nueve de la mañana hasta las seis o siete de la noche e incluso más tarde cuando había que entregar trabajo para el día siguiente.

“Resultaba violento permanecer en los talleres trabajando como un loco. Ahora soy consciente de que todas esas personas que estaban alrededor mío, los profesores, los mismos alumnos, eran grandes artistas, líderes del movimiento escultórico que actualmente están regados por el mundo entero: Estados Unidos, Canadá, Europa”.

Ante la pregunta de si era muy dogmática la enseñanza, recuerda las enormes discusiones que se suscitaban en las clases de Historia del Arte. “Ellos se regían por todos los cánones del realismo socialista y lo defendían a ultranza. Filosofaban mucho y con una pasión desmedida, por supuesto que había dogmatismo, pero yo estaba allí para aprender y eso no me interesaba demasiado”.

El entonces jovencito cubano se encontraba fascinado por tener acceso a la academia rusa, a tantísimo arte, talleres, grandes fábricas donde se entregaba un proyecto y podías salir con una pieza terminada y hasta emplazada.

“Me acuerdo especialmente de una iglesia de Kiev, la catedral de San Vladimir. En su interior hay obras de un pintor, Mijaíl Vrúbel, que tenía un estilo fantasmagórico, mezcla de religión con sus propios fantasmas y obsesiones. Para un artista es toda una vivencia entrar ahí”.

DE KIEV A MATANZAS

Una relación de pareja lo trajo a Matanzas, al concluir la carrera en 1984. Aquí lo esperaban “como cosa buena” para integrar el claustro de la escuela de arte.

“La mayor obra que hice durante esos años fue formar a cantidad de alumnos que están ahora en la palestra de la plástica cubana: Osmany Betancourt (Lolo), Saidel Brito, William Hernández, Javier Dueñas, una generación marcada por la mano de profesores como Lázaro Lamela, Emerio González, Juan Manuel Vázquez, Roberto Braulio González”.

En 1992 decidió enfrascarse en un proyecto retador: la creación del Taller de Cerámica de Varadero. Viajó a espacios similares para aprender sobre los procesos y el equipamiento necesario y estuvo a pie de obra desde los cimientos.

“En un congreso de la Uneac, en el que Fidel habló sobre diversificar la cultura para lograr ingresos, uno de los miembros del grupo Terracota 4 le expuso que la materia prima de un ladrillo se podía convertir en 200 o 300 dólares incorporándole talento artístico. Después de aquello, se puso el presupuesto para hacer los talleres de Varadero, la Isla de la Juventud, Trinidad y Cienfuegos.

“Hablaron conmigo para que entrara y luego se incorporaron el Lolo, Edel Arencibia y Lázaro Lamela. Lo primero fue formarlos porque ninguno era ceramista, ni yo tampoco, todos éramos escultores. Me dije: ‘Si nosotros tenemos dominio de la forma y del color, al final va a salir’, lo que había que aprender los requisitos técnicos para contar otro medio de expresión.

“Fue un lugar maravilloso, todos los artistas importantes del país pasaron por allí: Pedro Pablo Oliva, Alfredo Sosabravo, Zaida del Río, Kcho. Hasta incluía una casa de visitas para que los invitados pudieran ponerse a crear a cualquier hora”.

DEL YUMURÍ PARA SIEMPRE



“Mi relación con la ciudad de Matanzas lo es todo porque, además de artista, soy consumidor de arte, de teatro, de literatura. Trato de alimentar el espíritu, muchos no lo hacen y, sinceramente, no sé de dónde les viene la inspiración”.

En el año 2001 Roque regresó a la urbe yumurina para continuar con su carrera como creador independiente. También incursionó en la restauración, algo de lo que se muestra orgulloso. “Esa manzana es mía”, dice señalando al espacio delimitado por las calles Milanés, Medio, Santa Teresa y Ayuntamiento.

Su primer encargo fue el Museo Farmacéutico. “Teníamos un grupo que trabajaba con Patrimonio cuando se aprobó la realización de ese proyecto y ahí comenzamos. Yo organicé y aglutiné, formé a la gente desde el punto de vista intelectual. Después vino la Sala White, que se encontraba bastante deteriorada, luego el Hotel Louvre”.

Actualmente, asegura encontrarse en un período de madurez artística, siente que ha alcanzado la lucidez suficiente para despojarse de todo lo innecesario y llegar a la simpleza de la imagen, a esa verdad desnuda que le permite al espectador toparse con la esencia de la pieza.

Reconoce entre sus principales influencias a Servando Cabrera y Ernesto García Peña y tiene una intensa conexión con la poesía. Su última muestra llevó por título un verso de Digdora Alonso: “Fina, Verde, Libre y Alta”, en alusión a la palma real, protagonista de sus cuadros junto a la figura femenina.

“Tengo algunas representaciones masculinas, pero no resulta significativo. Es la mujer quien tiene el mayor peso. Con ella, con esos volúmenes completos, doy las sensaciones de dureza, de fragilidad, todos los sentimientos que se pueden experimentar. Eso nace de mi formación como escultor, o sea, más que pinturas, son esculturas pintadas, por la manera en que se incorporan al medio, como atascadas dentro del espacio.

“Mi mano es portadora de las imágenes que habitan dentro de mi cabeza, muy rara vez busco referencias en la realidad, por ejemplo, de un brazo o de una posición. Siempre he querido que cada cosa que salga de mi taller, desde una pequeña pieza de cerámica hasta un mural enorme, tenga ese algo por el que las personas digan: ‘Eso es de Roque’. No significa que sean iguales, sino que poseen cierta coherencia, eso que llaman estilo quizás”.