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El Cinematógrafo: Oppenheimer

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Ficha técnica

Título original: Oppenheimer

Año: 2023

País: Reino Unido, Estados Unidos

Dirección: Christopher Nolan

Guión: Christopher Nolan. Basado en el libro ganador del Pulitzer Prometeo americano (2005, por Kai Bird y Martin J. Sherwin)

Fotografía: Hoyte van Hoytema

Música: Ludwig Göransson

Montaje: Jennifer Lame

Reparto: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Matt Damon, Florence Pugh, Gary Oldman, Tom Conti…

Duración: Tres horas

Siempre he combatido el prejuicio que prevalece contra las películas largas, porque defiendo la sustancia que puede haber en ellas, lo que tenga cada una y no vale la pena perderse por miedo a caer rendidos del sueño. Mi cinefilia se ha visto recompensada gracias a ello en múltiples ocasiones, pero en los últimos años noto una tendencia a alargar en exceso y con poca necesidad los metrajes; afortunadamente, cuando empiezo Oppenheimer y descubro que en menos de una hora fugaz ya están construyendo el poblado científico-militar en mitad del desierto, y que cerca de alcanzar los 120 minutos a mí también me tienen a punto del estallido los preparativos de una explosión, enseguida entiendo que esta es de las buenas, de las de siempre, de las que puedes ver sin reloj de pulsera una vez te tienen en su poder.

Christopher Nolan no se queda detrás de sus personajes a la hora de hacer bien su trabajo. Posee tanta pericia para el cine como el caballero de la noche para la lucha contra el mal; o DiCaprio para infiltrarse en el subconsciente y robar información de los sueños; o McConaughey para viajar por el cosmos; o el dúo mágico de Christian Bale y Hugh Jackman para asestarnos el truco final. Posiblemente su frente sude menos en el departamento de edición que la de Robert Oppenheimer inclinado sobre esa inquietante creación llamada Trinity, buscando ambos cómo encajar cada pieza en su sitio, en cine y en caos, respectivamente.

Vista Oppenheimer, no creo exagerar si afirmo que mentes tan metódicas como la de un Nolan fueron requisito indispensable para conformar la bomba atómica, así como ese empuje de entusiasmo siempre necesario para llevar a feliz término incluso proyectos no tan felices. Continuamente imagino al director inconforme con solo escribir y dirigir: le veo caracterizado como un figurante cualquiera, trasladando informes y nervios de un lado a otro de Los Álamos, feliz de adentrarse hasta el magma del momento “más importante en la jodida historia de la humanidad”.

Si Hitchcock ayudó sobremanera para la posteridad a entender la efectividad de las películas con su definición del suspense –tictac de la bomba debajo de la mesa mientras usted y yo hablamos, la audiencia lo sabe pero nosotros no–, imagínese una película entera sobre el advenimiento de la detonación de detonaciones, aunque ya las ha habido a mansalva, pasadas por el filtro de James Bond o del doctor Strangelove. Mientras persista el malentendido de lo “basado en hechos reales”, que asume tratados y tramas como la misma cosa cuando el resultado en pantalla puede tomar un camino diferente, hay alguna desventaja para todo aquel entendido en los hechos, desinteresado en el factor sorpresa y arrellanado en la espera de que Oppenheimer está sujeta a un acontecimiento ineludible; pero la originalidad y frescura con que conocemos o redescubrimos la vida y tragedia de J. Robert Oppenheimer es directamente proporcional a la rapidez con que pasan estas tres horas.

La sensación que me deja esta experiencia es muy similar a la que tuve con Lawrence de Arabia (1962, David Lean), y aunque en materia de sensaciones importan poco los motivos racionales, me atrevo a afirmar que quizá se deba a que son dos de los retratos más logrados, y menos reñidos con el entretenimiento, que he visto de indescifrables hombres con peso sombrío en el devenir mundial, ambiguos sexual e ideológicamente, debatidos entre un entusiasmo inicial y un pesimismo posterior, marcados por el remordimiento y el tormento emocional hasta altos grados de culpabilidad, entre otras coincidencias arbitrarias.

Pero, ante todo, comparo a Oppenheimer con Lawrence por la simple razón de que el cine me ha vuelto a anonadar y me invita a dejarme engullir nuevamente, más despacio y mejor, por una obra extraña, sinuosa y enigmática, que no tiene por qué ser siquiera de mis preferidas, sino una de esas apariciones en el árido panorama del arte actual que nos insuflan vida como un balón de oxígeno e invitan a mantener la fe en que la gran sábana blanca recobre todo su esplendor algún día.

Destaca en especial el poco interés de Nolan por exonerar de carga a la trágica figura del físico teórico y verdugo práctico, revivido por un Cillian Murphy febril, vulnerable, perfecto en su rol, que lleva la muerte impresa en el rostro. En ningún momento se recurre al victimismo ni al miramiento pesado sobre su persona: la opresión en el pecho que sentimos tanto él como nosotros es merecida, en su caso por la fatal responsabilidad histórica que asume y en el nuestro por empáticos, al dejarnos arrastrar en este tormentoso cauce de escenas admirablemente bien montadas, crecientes en tensión continua, para aspirar a entender y explicar a alguien igual de desconocido que el reflejo de todo ser humano en un espejo –quizá por eso haya tantos planos frontales de Murphy, ¿mirando a cámara o al espectador?, además de sugerentes momentos en que parece ocultar deliberadamente su rostro mediante la colocación del sombrero–.

La idea de un Oppenheimer asediado por ideas que le vienen como fantasmas, rodeado de barras, estrellas y restos carbonizados de niños que le atenazan los pies, supera en perturbación muchos otros momentos de la filmografía de Nolan, de quien es justo decir que se encuentra en una especie de pináculo creativo donde, al contrario de muchos, se le da bien repetirse en cuanto a determinados esquemas y la impresionante forma de contar que identifica su estilo.

En esta oportunidad, el británico no busca replicar el virtuosismo peculiar de su anterior joya, Tenet (2020), y es verdad que toda su obra sobresale desde la primera etapa por una madurez aplastante, pero es innegable que desde Dunkerque (2017) ha dado a su carrera un giro similar al de Otto Preminger a partir de su Éxodo (1960). Es decir, el cineasta con fuerzas renovadas mantiene lo que ha hecho grande hasta el momento su puesta en escena personal y al mismo tiempo lo amplía y expande hacia nuevos conceptos o habilidades desarrolladas, como la depurada transición del protagonismo entre un personaje y otro, la elección cada vez más asombrosa del punto de vista narrativo o la convergencia de tonos épicos e intimistas y de intereses individuales o colectivos, etc; mas no sucede así en Nolan con la claridad narrativa, que continúa entendiéndola de manera parecida al noir puro, o sea, a través de su confianza en la inteligencia del público, de la aceptación del confusionismo por parte del espectador realmente interesado en el desarrollo de la historia y no en su explicación verbalizada.

Le adjudico lo anterior a diferencia de un Preminger con el que le comparo no ya por la condición compartida entre ambos de ser narradores y cineastas completos, dos Atlas que se echan a las espaldas un muy personal acabado técnico y los temas a tratar en cada film, sino también por su similar conciencia de la equidad, gracias a la cual aquí comprendemos –no necesariamente compartimos– las razones tanto del lado científico como del militar o del político o del interpersonal, representados respectivamente en interventores como Oppenheimer, Groves (estupendo Matt Damon), Strauss (el mejor Robert Downey Jr. en años) o Kitty (perfecta Emily Blunt). Su película es como el universo: en ella cabe de todo, incluido el tormentoso mundo “del destructor de mundos”, de su esposa y colegas, de sus amigos y enemigos.

Nolan está pletórico en sus funciones. Podrá gustar más o menos, como todo genio en su terreno, pero sus últimas películas denotan que actualmente le sobra capacidad para hacer lo que le venga en gana, hasta un cine de mayor contención y riesgo comercial. Existen incluso materiales cinematográficos sobre el Proyecto Manhattan de tanto interés como El principio o el fin (1947, Norman Taurog), Día uno (1989, Joseph Sargent), Fat Man and Little Boy, mal titulada en español como Creadores de sombras (1989, Roland Joffé), o El matemático (2020, Thorsten Klein), y aun así medio planeta, antes de aparecer siquiera el tráiler, opinaba que el Oppenheimer por excelencia de la pantalla sería el suyo. Pues bien: lo es.

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