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Jesucristo Superstar en la Historia del Cine

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Gracias a una admirable (y necesaria) iniciativa del espacio televisivo Historia del Cine, la programación cinematográfica de Cubavisión se enriquece cualitativamente con la emisión de estrenos pendientes en nuestras pantallas.

 

La noche del lunes 16 de noviembre de 2020 correspondió a una de las películas más insólitas y estrafalariamente hermosas que podrían proyectarse en cualquier cartelera del mundo: Jesucristo Superstar (1973), adaptación dirigida por Norman Jewison del musical homónimo creado por Andrew Lloyd Webber y Tim Rice en 1970.

 

Muy poco comparable en esencia o intenciones con otros de los más célebres retratos cinematográficos de Jesús de Nazaret, lejos de la exquisitez formal de un portento como La historia más grande jamás contada (1965, George Stevens) y más cercana a la ácida relectura de los Evangelios que hace La última tentación de Cristo (1988, Martin Scorsese), esta atípica obra refleja las ambiciones de una época tan contestataria como la de los 70 en el contexto del escenario de vida del Mesías, produciendo un choque inevitable y poco disimulado entre anacronismos y discrepancias de naturaleza política e intelectual.

 

Abundan las diferencias canónicas, tan abismales en casos como el otorgamiento del mayor peso protagónico y dialéctico a Judas Iscariote (intensa y conmovedora interpretación de Carl Anderson) por encima de un atribulado y poco resolutorio Jesús (Ted Neely), convirtiendo al espectador en cómplice de una delación adecuadamente justificada en el planteamiento de la trama.

 

Qué original resulta el punto de vista de un apóstol que decide mantenerse más fiel a las ideas de su líder espiritual que este mismo, líder que entre otros desatinos predica la salvación entre la contradictoria realidad de condenar la lujuria y a la vez regalarse la compañía de la prostituta María Magdalena (Yvonne Elliman). Por otra parte, la originalidad de la propuesta puede tornarse una amarga hiel para los paladares cinematográficos más puristas.

 

Y es que Jesucristo Superstar, bajo el disfraz de un alegato de desentendimiento hippie hacia los dogmatismos de la fe, a ritmo de guitarra eléctrica y voces desgarradoras, revela una remarcable madurez discursiva sobre la existencia de Dios, la corrupción del poder o la libertad de pensamiento, prueba del talento como letrista de Tim Rice. Sin embargo, también podría figurar solemnemente en una especie de trilogía junto a esas setenteras odas al rock, a lo contracultural y a lo diferente que fueron El fantasma del Paraíso (1974, Brian de Palma) y The Rocky Horror Picture Show (1975, Jim Sharman).

 

¿Obra maestra? Teniendo en cuenta las pretensiones poco académicas que muchos profesionales del espectáculo manifestaban en aquellos años de guerra, moda grotesca y rechazo a lo ya establecido, sí. Teniendo en cuenta las características del tipo de cine que representa, tan diferente al de los autores clásicos que desde la década anterior caían en un inmerecido olvido, sí.

 

Es la clarísima muestra de un tipo de cine donde el plano más bellamente fotografiado coincidía con la a veces innecesaria abundancia de zooms, donde un montaje atrevido vaticinaba la no muy lejana explosión del videoclip como expresión artística y las sutilezas comenzaban a perderse en favor de la obviedad más efectista, sin ser este último aspecto un defecto en el caso concreto de Jesucristo Superstar.

 

La época reconoció los méritos del film, haciéndole acreedor de varias nominaciones a los Globos de Oro, entre ellas la de Mejor Película, Comedia o Musical, y de la adoración inmediata de numerosos espectadores con los oídos aún sensibles ante la preciosa melodía del número I Don’t Know How to Love Him (No sé cómo amarlo) al salir de los cines.

 

Algo permanece intacto e invisible entre los fotogramas de Jesucristo Superstar. Algo que a algunos insulta, a otros ilustra y a muchos emociona. Es precisamente eso lo que más echa en falta la actualidad: cine de emociones.

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