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Amar en tiempos de inflación

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Con el 14 de febrero me ocurre algo muy curioso, y es que, cuando escucho hablar de la fecha, antes de pensar en amor, amistad, sentimientos, gratitud o afecto, mi mente, en ese poder de asociar palabras con hechos o recuerdos, se representa automáticamente un regalo. 

Será porque desde que tengo uso de razón, cada Día de los Enamorados, si de verdad querías a un chico o una chica, debías aparecer en su puerta con algún obsequio. Claro, en aquellos momentos, con un CUC era posible dar por zanjado el asunto: un blúmer, una maquinita de afeitar, un par de medias —aunque te quedaras a medias—, o un peluche de a peso, era suficiente para demostrar el amor de cualquiera.     

Por supuesto, siempre había quien “se botaba” con una caja de bombones o un perfume Antonio Banderas, ese ya tenía asegurado el cielo y las estrellas; con semejante “detalle”, no debía esmerarse tanto para conquistar a la muchacha e, incluso, a sus amigas, que daban por sentado que “como ese: ninguno”. No importa si este actúa como un compañero de aula de la vocacional que, dándoselas de galán, acumulaba novias en cada unidad del centro y a todas las “mataba con el detalle”, mientras nosotros, desde el balcón, vigilábamos para que ninguna de las tres fuera a encontrarse y a romperse la magia de San Valentín.  

Está tan preconcebido que si él (o ella) no se acuerda de esa celebración y no nos prepara algo especial deviene motivo suficiente para sentirnos lastimados y decepcionados. Como si el amor fuera eso. En muchos casos, lo que debería ser una jornada para agasajar a los seres queridos y terminar demostrando cuán importantes son en nuestras vidas, desde el punto de vista afectivo, se convierte en una competición en la que siempre saldrá vencedor quien entregue el mejor presente. 

En tiempos de inflación en Cuba, el Día de los Enamorados es una piedra en el zapato para cualquiera. El solo hecho de pensar que un ramo de rosas puede llegar a costar hasta 2 000 pesos; un perfume rondar los 3 000 o una incursión a cualquier paladar superar los 5 000, le quita las ganas de enamorarse a cualquiera.  

Abrir las redes sociales en este mes o transitar la Calle de Medio me dejan casi sin aliento. Ver cómo muchos sucumben ante lo socialmente establecido, y cuentan hasta el último peso para acceder al pulóver que le vendría bien a su chico con los zapatos que le regaló el año pasado, o al joven universitario pluriemplearse dos o tres veces para llevar a bailar a su novia, es triste y al mismo tiempo habla de los sacrificios que somos capaces de hacer “en nombre del amor” cuando llega febrero. 

Ponerle precio a este sentimiento una vez al año no es un fenómeno exclusivo de Cuba, sucede en todo el mundo; solo hay que ver cómo se disparan las ventas de joyas, chocolates, perfumería y cosméticos por este motivo. Es tan solo la respuesta de las grandes empresas a esa capacidad que tenemos para crear 24 horas de agasajo en torno a valores universales como el amor y la amistad y a los que, curiosamente, solo le dedicamos una jornada. 

No quiere más o mejor quien llega con el regalo más lujoso. El amor, cuando es verdadero, es un proceso cíclico que nos desarrolla y nos vincula con otras personas. Celebrarlo, en lugar de ser un dolor de cabeza, debería convertirse en un espacio para demostrar, mercantilismo fuera, su poder transformador y sanador. Pero esto es demasiado pedir cuando vivimos en una sociedad que nos preestablece cómo debemos comportarnos en esta ocasión. 

Aunque nos parezca una frase super trillada, tenemos 365 amaneceres para vivirlo intensamente y reconocernos en él. Existen 1 000 maneras de disfrutar la fecha sin derrochar grandes sumas de dinero, solo depende de la creatividad de cada pareja: visitar el lugar donde se dieron el primer beso, regalar unos versos o hacer el amor de forma diferente deberían bastar para alguien enamorado.

Regalar un objeto que cuesta dinero no es, necesariamente, una forma de representar el amor. En todo caso, es una manera de ponerle precio a los sentimientos, de sucumbir ante la maquinaria consumista que no nos hace mejores amantes, sino mayores consumidores.

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