Crónica de domingo: Nunca nos fuimos del todo de la Vocacional

Imprimir
Inicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivadoInicio desactivado
 
Valoración:
( 0 Rating )

Quizás la Vocacional sea el último refugio. Asustados de los largos pasillos centrales de la vida en que aún no han pasado brillador y donde nunca más él aparecerá por el otro extremo, de percatarnos que a la taquilla, esa del pecho, no le cabe un trasto más o reventamos, huimos a ese «pasado perfecto», como describiría un amigo.

Volvemos la memoria azul, a ese momento cuando las ilusiones no se habían ido volando como gorriones que a piedra  espantamos del nido y pensábamos que teníamos la fuerza para patear el mundo con los kikos negros de punta dura hasta quebrarlo y luego reconstruirlo a nuestro gusto.

Tal vez por ello, porque compartimos ese último refugio de la memoria, como dice Armando de la Carlos Roloff de Cienfuegos, cuando tropiezas con alguien que haya estudiado en una Vocacional te parece que lo conocías de toda la vida. Es un hermano perdido en una encrucijada. Resulta rara esta familiaridad que trasciende Períodos Especiales, la visita de un presidente de los Estados Unidos, la salida de circulación de una moneda. El tiempo choca, se rompe alrededor de esos viejos edificios de construcción soviética, pero ellos permanecen inmutables como una piedra de río y en nosotros su reminiscencia, como un cartel lumínico, que reza «Es por aquí».

Juan Lázaro, un muchacho de mi curso, me recordó que somos la generación del fin del mundo, del 2009 al 2012, por culpa de ese maya que se aburrió de esculpir días en la piedra y creíamos que en ese 2012 todo acabaría, pero nada lo hizo o quizá sí, porque en ese año me gradué de bachiller y salí de la Vocacional y atrás se quedaron amigos que nunca más coincidimos, por culpa de los despiadados aeropuertos, porque yo me quedé a contar historias en Matanzas y ellos a inventar monumentos en La Habana u otro cualquier motivo.

Cuando entré en décimo grado un amigo, unos ocho mayor que yo, me advirtió que comería mucho calamar y que aprendería a bailar casino. Fue algo así como compartir una verdad ancestral. Bajé mucho picadillo MDM, muchos chícharos que cuando se lanzaban contra la mesa rebotaban de lo duros que estaban, pero nunca probé un calamar. Además yo, eterno patón, con 29 años en las costillas aún no he aprendido algo tan sencillo como marcar en el casino.

Para mí, más allá del calamar y del casino, fue enamorarme por primera vez y buscar un rincón oscuro para apretar un poco, porque la noche es guarida de los amantes y de los desaguantados que necesitan ir a casa por un poco de comida casera; aprender a tirarme «a pote» en los pasillos con un libro de Biología para aprenderme la historia de los guisantes de Mendel, y todavía conservo ese gusto del suelo sofá; fugarme y quitarme el distintivo, por si un profesor nos agarraba decir que éramos del Pre.

Era tener un 85 encima de tu cabeza como una guillotina. Fue Guillén el profesor de Química que se vestía de traje cuando había prueba y entre más elegante estuviera más chícharo, duros como los del comedor, salía la prueba. También fue la triste muerte de Guillén y nosotros formados en el cementerio mientras observábamos cómo lo trasladaban en el ataúd con un hermoso traje aunque ese día no tocara prueba.

Ayose me comenta que para él era la compañía, la falta de responsabilidad más allá de estudiar y no estar bajo índice. El mundo no existía para nosotros más allá de esas hermosas paredes azules. La Vocacional son las recreaciones en el pasillo central, irte para el tanque del agua, las aulas inutilizadas, el tabloncillo que ya en mi generación era el sitio donde la gente se escondía a fumar, o probar los primeros tragos; también las oncenas, el hambre, la visita de los padres. Te pasabas 15 días seguidos en esa escuela y cuando llegaba el pase no te querías ir.

También son las bromas pesadas en los albergues que no podemos contar para que la gente no piense mal de nosotros. En Matanzas, como cuenta Vivian, es la gente que jugaba fútbol en la piscina que casi nadie recuerda con agua. Era la infinita inocencia de saberse sin ataduras.

Es Raiza que comparte en Facebook una foto de su grupo con su profesora preferida, me explica en el comentario y luego la maestra responde: «¡Maravilloso recuerdo! Aunque no lo crean, sigo allí. Muchas de esas costumbres de los ipvecianos se conservan allá y los más viejos recordamos con gran amor a nuestros ex-alumnos, hoy luz en Cuba y el mundo. Esa foto reúne a muchas de esas llamas q nosotros contribuimos a encender. Gracias mil por el honor. Los queremos por siempre».

Hay quien no tiene fotos de su paso por el IPVCE, porque en su tiempo las cámaras no abundaban, pero me escriben que viven orgullosos de Su escuela.

Remárquese el SU, porque ahí reside el sentido de pertenencia. Eso que creo que nos define mejor que todo: más allá de las oncenas, de los leones, del distintivo, del banco donde tocaste un seno por primera vez, de las recreaciones, del tachón de la saya de las muchachas. Sin embargo, no es un «su» posesivo, como decir ese sitio me pertenece: más bien yo pertenezco a ese sitio, porque nunca me fui del todo, porque nunca me iré del todo.

Lea también: Crónica de domingo: En vez de disfrazarte de bruja, hazlo de chismosa del barrio