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Del diálogo posible y los fanáticos de Mamabuela

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Por Aurora López Herrera

 

Los verbos dialogar y debatir han saltado en los últimos tiempos de un uso muy moderado a un primer plano estelar.

 

El primero tiene dos acepciones: Hablar una persona con otras sobre algo, alternando los turnos de palabra, y también “discutir sobre un asunto con la intención de llegar a un acuerdo o de encontrar una solución”.

 

Debatir, en cambio, significa discutir dos o más personas sobre uno o varios temas exponiendo sus ideas y defendiendo sus opiniones e intereses.

 

Puesta a escoger, prefiero dialogar, porque incluye un elemento vital ausente en debatir: la existencia de una intención de adoptar acuerdos o soluciones.

 

La sociedad cubana, como cualquier otro sistema en el que se incluya el hombre, requiere de diálogo. A gran escala, reproduce esa necesidad presente en la familia, en un aula, un centro laboral o una comunidad.

 

No siempre todos los factores están dispuestos a una conversación enriquecedora. Recordemos los intercambios entre padres e hijos, en ocasiones aferrados a un monólogo que no trasmite mensajes ni acerca conclusiones. O los encuentros entre jefes y trabajadores, permeadas por momentos las dos partes de criterios al parecer antagónicos y en la práctica factibles de unirse en un interés común.

 

Fidel conversaba con quienes se le aproximaban. Parecía que ya se iba de un lugar, y con una media vuelta volvía a donde el pueblo lo llamaba. Viví en la Isla de la Juventud el momento en que llegó a lo alto de la escalerilla del avión y, contrario a lo que quienes lo despedían esperaban, la bajó ágilmente para departir con los periodistas.

 

Conversaba con jóvenes, con veteranos, con mujeres y con niños; con intelectuales, deportistas, obreros, estudiantes y campesinos; con constructores, gastronómicos, médicos, científicos, choferes, maestros; con dirigentes y dirigidos.

 

Hoy, Díaz Canel transita por lugares a los que la prensa, nosotros, canta Buena Fe que llamamos, tiernamente, periféricos. Y escucha, se detiene a saludar por si alguien quiere confiarle algo. Luego es el encuentro con especialistas en diversas materias, para argumentar, explicar, convocar y, otra vez, escuchar.

 

Lástima que por un Presidente tan lúcido tengamos en otros niveles tantos regentes sordos.

 

Mi abuela materna, Sagrario, española de la costa de Cantabria, sufría de una severa disminución auditiva. Semioculto en su oído, un aparatico amplificaba los sonidos. Pero en dependencia de quien hablaba, la anciana subía el volumen o lo apagaba y fingía atenderlo, con movimientos afirmativos de la cabeza, mientras disimuladamente nos indicaba a los nietos que no la delatáramos.

 

Como Mamabuela, algunos decisores a mayor o menor escala escogen a quién oír. Todo quien pueda alterar su zona de confort sufre la inmediata desconexión auditiva, expresada lo mismo por un ataque frontal que por una presencia ausente, graficada cubanamente con la frase de que lo que le entró por un oído le salió por el otro.

 

Al diálogo no pueden acompañarlo mentiras, ni falsificaciones ni distorsiones. No puede tornarse un monólogo de la parte más empoderada, ni desarrollarse bajo el presupuesto pesimista de que no seré entendido, ni admitir ningún género de violencia abierta o encubierta. Tiene que atenderse a las versiones que acompañan cada historia, enjuiciar lo más objetivamente posible el criterio ajeno sin atacar a quien lo expone, y comprender que una razón, no por ser popular o defendida por una mayoría relativa, es más objetiva.

 

En este mundo actual tan cambiante y requerido de contrastar ideas, el diálogo y el debate se estudian. Pero más allá de técnicas y de teorías, lo importante es la convicción de que no nos equivocamos, aunque nos equivoquemos; la sinceridad en los planteamientos y la certeza de que nuestro interlocutor puede tener razón y ser quien nos convenza.

 

Y muy importante: subir el volumen de todos los aparaticos de los émulos de Mamabuela, para que fructifique el diálogo.

 

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