Mi ciudad huele a campo, huele a mar

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La ciudad no tiene torres, ni rascacielos. Nació en el fondo de un valle, circundada por dos ríos, y subió en cascada inversa hacia alturas que, metros más allá, vuelven a proponer descensos de vértigo.

 

Hoy no cumple años, pero el domingo se extiende tras la siesta, y reclama un pensamiento y una prueba de amor.

 

Huele a mar, y sus alturas a campo. Las casas, mayormente chatas, hablan de desigualdades de antes y ahora, y las calles más antiguas siguen líneas perfectamente trazadas que rompen los callejones, fragmentos donde la vida fluye con la lentitud propia de sus habitantes.

 

La ciudad no tiene metro, ni plazas con palomas. Regala salitre, leyendas,  brisa, misterio, adoquines en su cuna y aceras vedadas al tránsito de dos personas. La poesía le nace porque hubo sol, hubo lluvia, porque parió la vecina, porque canta un tomeguín, acechan peligros, porque el amor la protege, porque sus hijos le cantan, le rezan.

 

Dormida, sueña no con esplendores, sino con una promesa de reivindicación. Mera referencia entre la capital fabulosa y el paraíso de arena, sufren sus valores por quienes la olvidan, y es relegada a un recuerdo fugaz por quienes por ella transitan sin descubrir el aliento de su magia.

 

No es muy diferente a otras, y humilde acepta su condición. Pero perdura, lucha por el halo de su historia, crece en el empeño y se magnifica, cada día, mecida por  las olas.