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Los perros y un pedazo de ciudad vacía

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Los perros y un pedazo de ciudad vacía

En Dubrocq hay un silencio sobrecogedor, como sucede en los sitios donde no debe haberlo, pero lo hay. Lo  rompe un viento fuerte que hace arabescos con el polvo, que silva al atravesar los resquicios de las casas vacías, que te golpea el pecho y te hincha la camisa. Este barrio matancero es uno de los más cercanos al incendio que ocurre en la Zona Industrial de la ciudad de Matanzas, ese que nos enseñó algo que olvidamos muy a menudo, lo terrible del fuego, que cuando no se controla baja a la tierra el reino de las cenizas. 

Este sitio, junto a algunos asentamientos como la Ganadera y la Bomba del Agua, fueron evacuados desde los primeros momentos del siniestro. Jesús Sotolongo Aballí, una de las pocas personas que permanecen allí, solo me dice, ¡Imagínate la candelá! El tono lo dice todo: el temor, la sorpresa ante las noches naranjas que ninguna ciudad debería tener. 

Él, junto con varios compañeros más, se ocupa de cuidar las casas abandonadas de la localidad. Como mismo en los tiempos de crisis aparecen quienes resaltan los más noble, el alma de beso y diamante, diría Martí – los que sudan negro por la cercanía a las llamas, los que brindan el carro herencia de la familia con carcasa de Chevrolet y motor de Lada o solo los que dicen aquí estoy, hermanos, para lo que haga falta – también hay quien quiere aprovecharse del caos, ocultarse en él, para sacar provecho y piensan que un pueblo vacío es un supermercado.   

Dubrocq a la salida de Matanzas baja por una pendiente que surge de la Vía Blanca y llega hasta una carretera de cuatro carriles que conduce hacia la Zona Industrial -el corazón a rojo vivo de Cuba ahora-.

Desde el viernes en la tarde circula por la carretera un camión cisterna, una pipa de agua, un ómnibus lleno de técnicos del petróleo. Unos caballitos al lado de sus motos se encargan de organizar el tránsito cuando varios de ellos se acumulan. Es solo sentarse en el contén de la acera algunos minutos para percatarse cuánto de corajudo hay en este pedazo de tierra en el mar. No obstante, el silencio -un silencio denso como el aire negro- se traga el sonido aislado de los motores de los medios de transporte y del roce de los neumáticos en el asfalto. 

Magalys Falcón es una señora menuda, acompañaba en su guardia a Jesús, cuando me acerqué a entrevistarlo. Ella me cuenta que vive como a un kilómetro más allá de Dubrocq, aún más cerca del siniestro. Cuando la evacuaron debió dejar, por el apremio, a su perrita en la casa. Intentó regresar para buscarla, pero por la complejidad de las labores de extinción no la dejaron pasar. “Yo iba para allá hoy, porque tengo confianza ¿ves? Confianza en todo lo que están haciendo”.

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