¡La cola!, ese mal que nos consume

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¡La cola!, ese mal que nos consume

La cola, aunque más de uno lo ponga en duda, no es un patrimonio exclusivo de nuestra realidad nacional. En cualquier punto de este planeta varias personas coinciden en solicitar o recibir un servicio, la diferencia está en el nivel de civismo que poseen. En una sociedad con elevados índices de educación, una persona al llegar a cierto lugar optará por pedir el último, colocarse justamente detrás de ese individuo y así integrarse a la hilera.

Si bien esa escena puede resultar común e intrascendente en cualquier rincón del mundo, en Cuba las colas dejaron de serlo hace mucho para transformarse en otra cosa: ¡el molote! Incluso, bien podríamos crear un expediente y presentar semejante manifestación cultural a la Unesco, como patrimonio inmaterial de la humanidad; siempre y cuando el comité de expertos encargado de aprobar la petición no se vea obligado a participar en una de esas multitudes, donde se reúnen varios cubanos y cubanas para adquirir determinado producto. 

Sé de antemano que estas palabras pueden levantar ronchas, porque no todas las personas miran con buenos ojos tratar con humor aspectos tan serios, como la alimentación de nuestros compatriotas, por ejemplo.

También reconocemos que no existe peor ejercicio que intentar repartir lo mucho entre pocos, sobre todo en medio de las carencias y vicisitudes que enfrentamos cada día. Pero más que molestia, ya debiera producir risa el tropezar una y otra vez con los mismos problemas que complejizan nuestra propia realidad, sin hallarle solución.

Ya que las colas permanecerán, podríamos lograr al menos que dejen de ser molotes para transformarse en hileras donde prime la organización, el respeto y el civismo. Presuntamente, estos rasgos identitarios van desapareciendo junto a las buenas maneras y la educación, para ceder espacio a la apatía, la dejadez, el maltrato, la indisciplina; al punto de que quien ose hablar de organización en plena cola será tildado de aguafiesta. 

¡La cola!, ese mal que nos consume

El que intenta “poner orden en el caos, provoca sin dudas un caos mayor”. Así me respondió hace unos días un vecino, de esos filósofos de barrio que abundan por ahí. Mientras escuchaba sus palabras observaba a quienes sacaban provecho ante semejante desorden; incluso ponían de manifiesto aquella sentencia bíblica de que “los últimos serán los primeros”, porque recién llegados ya salían orondos y risueños con la compra. 

También esas personas propiciaban el descontrol bajo un falso humanismo, se creen con derecho de marcarle a media vecindad. La situación se agrava —y aquí sí los de la Unesco nos darán el premio— porque no se trata solo de contemplar la impunidad con que le “ceden espacio” a varias otras, sino que, además, los beneficiarios traen consigo más de una libreta.

Ese tipo de prestidigitación dejaría con la boca abierta al mismísimo David Copperfield, porque si bien él puede desaparecer un avión, en una cola cubana pueden “aparecer” 20 vecinos, como por arte de magia, cuando creías ser de los primeros y llevabas ventaja por llegar desde bien temprano. 

Entre las prácticas negativas que contribuyen a la exacerbación del tumulto, pudiéramos mencionar la escasa información sobre el horario de llegada de las mercancías. Por suerte existen ejemplos de buenas prácticas para demostrar que sí es posible alcanzar la debida organización. Mi vecino Humberto es de esos entusiastas que toma la iniciativa de la que a veces carecen muchos delegados u otros actores de la comunidad. 

Hace pocos días contemplé extasiado, y gracias a su gestión, la organización en el expendio del pollo en un puntico de TRD. Todos aguardaban su turno con tranquilidad y manteniendo la distancia entre ellos, lo que demuestra que el problema de La Cola tiene solución y, como otras dificultades, guarda relación directa con la aptitud de las personas, sobre todo esas que prefieren desterrar para siempre de nuestro imaginario colectivo los molotes como manifestación social.