Sin renunciar a la empatía

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“Caballeroooo, no me empujen… Oye niñaaa, yo voy primero que tú… Aquí nadie puede guardar asiento, así que ubícate que este es mío… A mí qué me importa, ese es tu problema”.

Aunque parezca parte del guión de un material audiovisual, estas expresiones conforman la esencia del transporte público en la actualidad, y que la mayoría escuchamos y vivimos varias veces en el día.

En tiempos de crisis económica, la vida se convierte en una batalla amarga para casi todos. Enfrentar dificultades, carencias de todo tipo, suele endurecer el carácter y restar espacio a la ternura, esa que conduce inexorablemente a la empatía.

Hoy, y desde hace un tiempo, los cubanos vivimos momentos difíciles y de escasez: de combustible, de alimentos, de medicinas… Otro tanto ocurre con el servicio eléctrico y el transporte, los cuales se han visto afectados como pocas veces hemos experimentado.

Las horas pico para abordar una guagua servirían de material para escribir varias temporadas de series que contengan altas dosis de lenguaje de adultos y violencia, en ocasiones risibles; pero también otras, penosas y tristes, donde la empatía, el saber ponerse en el lugar del otro, desaparece.

Cada cual sabe el orden en que llega a la parada o percibe fácilmente a la embarazada o al anciano, pero nada de eso es importante cuando las escasas guaguas hacen el ademán característico para recoger al personal desesperado: ese es el momento del sálvese quien pueda frente a la puerta.

Empujar, maldecir, colarse a base de codazos y pisotones son acciones que abundan y alcanzan a cualquiera que se interponga entre el depredador y su objetivo, sea un niño, anciano u otra persona vulnerable.

Ya arriba, comienza la segunda batalla, con la mira puesta en los asientos disponibles; y una vez allí, en uno de esos preciados “tronos”, la mirada se pierde por las ventanillas o en una página de chismes en facebook, chat por medio, para no ceder el espacio a quien pueda necesitarlo.

Cuando sentarse ya no es una opción, inicia la tercera guerra, aquella en la que debes decidir entre la integridad de tu espacio personal o tu cartera. Ahí donde no cabe un alfiler, eso de mantener distancia es una utopía, y evitar que alguien se pegue a las partes más sensibles de tu cuerpo te hace evaluar por segundos la idea de suspenderte en el techo de aquel tubo de hierro.

La protección del bolso con todo lo que lleva dentro contiene un alto nivel de estrategias de seguridad dignas de las mejores películas de Hollywood; un leve descuido podría suscitar diversos dolores de cabeza, como la pérdida del poco capital que posee, o llevarle a pasar incontables horas tratando de obtener un turno para el carnet de identidad.

Es entendible que quizás usted esté apurado, que el deber de llegar temprano a su destino le sume presión a las ya numerosas vicisitudes; pero es necesario pensar en cómo se sentiría si su anciana madre tuviese que ir de pie más de cinco kilómetros, porque un joven fuerte decidió no ser amable, o que su hijo fue aplastado sin piedad por una multitud de seres desesperados. 

Las diferencias existen y hay quien se niega a reconocerlas para beneficio de su maltrecha conciencia. Si un día de soslayo levanta la vista, notará las más variopintas existencias que sostienen cuerpos desesperanzados por la dura faena diaria; verá entonces que la empatía es un valor más útil de lo que imagina.

No obstante, aunque su material genético no alcance para ser empático, organizar una cola no es tan exigente en tiempo y energía como graduarse de la universidad; y pedir el último serviría para evitar desaciertos o accidentes, amén de que es tarea de los inspectores que prestan servicio en las paradas.

La otra cara de esta agotadora moneda es quien sí ayuda, comprende y enriquece su día siendo nada más y nada menos que un ser humano: esa persona joven que sale de su casa pensando en más que en sí misma y con un simple gesto afable hace que reviva la fe al margen de cualquier templo, la fe que multiplica la empatía.