Rastrillando en tierra y mar

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En los últimos tiempos he hallado cuánta analogía existe entre las vidas de los pescadores del mar y los campesinos, aunque estas pudieran resumirse en el arduo trabajo que ambos acometen para extraer los alimentos, ya sea de las aguas o de la tierra.

Muchas son las similitudes entre unos y otros: la piel curtida por el sol, que a los pescadores quizá se les intensifica más por el azote del salitre. Se pudiera mencionar también ese gusto por el alba, que es cuando más peces se capturan y, a su vez, los campesinos aprovechan para evadir el fuerte sol.

Aunque encallecidas por la continua manipulación de disímiles instrumentos de labor en cada caso, en las manos es donde la semejanza me resulta más asombrosa. Sobre todo, por el uso de un utensilio en particular: el rastrillo.

Este está compuesto de un mango largo y delgado, cruzado en uno de sus extremos por un travesaño armado de púas a manera de dientes. Con él los campesinos recogen hierbas y pajas para limpiar las áreas cultivadas.

En tanto, los pescadores emplean un objeto equivalente, también con mango largo y delgado, cruzado en uno de sus extremos por una red en forma de bolsa atada a una base rectangular de madera, que rastrilla el fondo marino.

Fatigosa empresa, porque la bolsa se va llenando de camarones, sargazos, algas y arena, lo cual dificulta el avance paulatinamente.

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A cada trecho recorrido, el pescador debe sacar la pandonga –tal es el nombre que recibe esa variante del rastrillo– para extraer los camarones capturados y limpiar el morral.

De este modo, durante horas rastrillará el fondo, dejando tras de sí su rastro: un simple surco bajo el agua.