Días salados y azucareras vacías

En un tiempo mi casa la invadieron las hormigas. No eran locas ni bravas ni cuerdas ni cobardes. Sin embargo, a mi madre le molestaba contemplarlas marchar en fila marcial en la separación entre los azulejos de la cocina, o llevarse al hombro pequeños granos de arroz o frijoles o azúcar que quedaban desperdigados por aquí y por allá.

Cogía una brochita y la mitad de un pomo con «luz brillante» para taparles los trillos, los pequeños agujeros de las paredes de donde se escapaban como si la casa entera fuera su colonia y nosotros los invasores.

Por aquel entonces, cada vez que iba a echarle azúcar a la leche del desayuno, por culpa de mis manos cobardes, que tiemblan desde niño —quizá por miedo a no poder sostener lo que verdaderamente importa—, llovía encima de la meseta un cernido fino de azúcar. Ahí mi madre comenzaba a pelearme. Sacudía los granos y luego pasaba la brochita con «luz brillante» para no dejar rastro.

Un buen día desaparecieron los insectos. Me acordé de esa guerra íntima del hombre contra la naturaleza, porque hace poco mis manos cobardes volvieron a traicionarme en lo que endulzaba el café y de nuevo me regañó mi madre. Esta vez no porque le brindara sustento a las hormigas, sino por lo valiosa que se ha vuelto la azúcar, que una libra sobrepasa los 500 pesos en el mercado informal.

En gran parte de la historia de esta Isla la caña ha sido una segunda piel y su jugo, como la sangre que corre por nuestras venas. Por solo citar un ejemplo, mis dos ramas familiares, la materna y la paterna, provienen de centrales. El primero de estos, el Mercedes, luego renombrado 6 de agosto por la fecha de una de las primeras nacionalizaciones que se realizaron después del triunfo de la Revolución, yace hoy desmantelado y de él solo funciona un antiguo depósito de agua que convirtieron en una piscina que abren en las vacaciones.

El padre de mi madre trabajaba en el corte y durante el tiempo muerto cultivaba su campito. Se nos fue de tanto fumar, años después de que se apagara la chimenea del central como cuando se aprieta la punta del cigarro encendido en el cenicero.

Por parte de padre, mi abuelo y sus hermanos trabajaban en el mismo ramo, en otro central, Elena, como mecánicos, economistas, choferes de combinada. Un día el valle donde estaba enclavado se convirtió en una presa; y todos ellos, como hormigas, se debieron marchar a otros lugares, a otros oficios; y Elena quedó bajo el agua en el pesado sueño de los ahogados. Por ello, cuando escribo que el jugo de la caña para mí es como la sangre que corre por mis venas, va más allá de una metáfora.

Fuera de mi relación familiar, el devenir de esta Isla —tan pobre que con una sola sacudida del jibe en sus ríos los Españoles nos dejaron sin oro— se transversaliza por la siembra de la caña en las llanuras; de hecho, la cultivaríamos en nuestros pechos si ese terreno fuera fértil.

No en vano Fernando Ortiz a uno de sus textos sobre el desarrollo cultural de Cuba la nombró «Contrapunteo del azúcar y el tabaco». Tan profundo caló en la forja de nuestra identidad, que en los sucesos del Teatro Villanueva se gritó: «¡Viva la tierra que produce la caña!».

Antes, en cada casa existían dos potes: uno para la azúcar blanca, la refina, la que parece arena blanqueada de playa; y el otro para la prieta, la morena, la misma que los Rolling Stone en su canción Brown sugar aseguran que «al probarla, les gustó, les gustó, les gustó». Esta última siempre quedaba como reserva, se acumulaban  en jabas y jabas en los estantes de la cocina; mientras se consumía la blanca y, solo en caso de emergencia, se recurría a aquella.

Siempre me agradó más la morena, aun cuando se podía elegir, porque me sabía más dulce, con más textura, sin tantos remilgos.

Ahora, en las cocinas solo queda un pote: el de la negra, porque la blanca se ha convertido en un artículo de lujo. Incluso, para saber la categoría del establecimiento que visitas en busca de un café, solo debes percatarte de cuál de los dos tipos de azúcares te colocan en el centro de la mesa.

Hay ocasiones en que no me puedo resistir a las guaraperas. Sucede en aquellos momentos en que me parece que el ritmo de la vida acabará con mi ritmo, y necesito bajarme la presión… todas las presiones. En otras, acudo a soluciones más fuertes y agarro un vaso con ron adentro, y dejo la línea de la vida y el amor de mi mano marcados en el vidrio. Por favor, deseo que no me falte el guarapo; y mis ancestros no reciben muy bien la cerveza cuando les hago un tributo al destapar una botella.

Quisiera que la próxima vez que por culpa de mis manos cobardes botara un poco de azúcar apareciera mi madre con su brocha y su luz (brillante), y me comentara que las hormigas cumplirán su cometido y nos expulsarán del apartamento. Me choca que el regaño sea porque la azúcar se pierde de a poco. No sé si los próximos días serán más salados, o si los salados seremos nosotros; pero, realmente, no quiero creer eso último.