Los objetos más fáciles de perder

Los objetos más fáciles de perder

He decidido arriesgarme a la lluvia. Después de superar la veintena de sombrillas perdidas, opto por el aguacero. Prefiero exprimirme a mí, como si fuera una colcha mojada, que exprimir mi cerebro para recordar dónde la abandoné.

Y si logro acordarme, regresaría al sitio, rezaría —unas líneas para Alá, otras para Martí, otras para mi padre— para que algún buen samaritano, de esos que no abundan, me la haya guardado. Si no sucede así, solo me queda preguntarme como Silvio Rodríguez: ¿A dónde van?, y creer que alguien, a diferencia de mí que decidí arriesgarme al aguacero, se guarece debajo de ella.

Si juntara todas las fosforeras que he extraviado, podría armar un lanzallamas y convertir en cenizas todo lo que me sobra.

Normalmente, desaparecen cuando alguien que te pide para encender y sin pensarlo mucho se la echa en el bolsillo. Aquí debo ser justo y decir que yo también, sin querer, me he quedado con una o dos de socios desprevenidos. No es una cuestión de cleptomanía, sino por el acto reflejo de guardar cualquiera de ellas, las mías y las de otros, nada más las utilizo.

Temes que alguien más, alguien con el mismo acto reflejo que tú, se vaya a quedar con la tuya y no te percates. Y así se forma un círculo vicioso de desprevenidos y ladrones. El otro día vi un chiste en Internet que describe a la perfección este fenómeno: «El día de mi funeral, revisa mis bolsillos, es posible que tenga tu fosforera». Es más, revísamelos ahora, que probablemente esté ahí.

Tal vez empatado con el miedo a la muerte y a la locura, se halle el de tocarte el bolsillo del pantalón o revisar el bolso y no dar con el celular. Pum pum pum. La taquicardia. Pum pum pum. Te sientes como el ser más solitario del mundo.

Entonces, te palpas a ti mismo, te tocas con más desespero y detalle que la primera vez que te enfrentaste a otro cuerpo desnudo y palpitante, como si tu propia piel tuviera cientos de compartimentos secretos; o lanzas el contenido del bolso sobre una mesa y cae el delineador de ojos y las toallitas húmedas y el papel de pizza que engurruñaste y metiste ahí para no botarlo en la calle. Si aún no aparece, pum pum pum… las trompetas de jazz del Apocalipsis… hasta que recuerdas que lo dejaste en la oficina para cargarlo o enganchado a la computadora porque copias algunas canciones y vuelves a ser persona.

Otro objeto con predisposición a jugar a los escondidos, como un niño de los 90 en medio de un apagón, son las llaves. A mí, por lo general, me ocurre en la casa. Cuando en los sitios de siempre (encima de la mesa del comedor o del refrigerador o en tu pecho, nena) no se hallan, corresponde realizar una búsqueda a profundidad.

Te arrastras debajo de la cama como un soldado en una alambrada, levantas los cojines de las butacas o el sofá, escudriñas dentro de los búcaros e incluso en el congelador. Esto último le pasó a un familiar mío, lo juro, así que no violo la regla de la verosimilitud del periodismo.

Al final, las llaves siempre aparecen. Tal vez las agarró tu hermano o tu madre, porque no encontraban las suyas y tuvieron que ir a buscar el pan o el amor de su vida.

Dentro del hogar, además de las llaves, al mando del televisor parece que le salieran patas, como un raro perro salchicha con transistores. Nunca se queda quieto en un lugar. Corretea de la mesita con el cenicero al multimueble detrás de una foto de 15 o al lado de ese muñeco de porcelana que es un niño pequeño que hace pis.

Siempre he creído, a la vez, que mi chancleta izquierda está fajada a muerte —no pueden verse ni en pintura— con la derecha. Nunca cuando las necesito ocupan lugares cercanos. Cada una elige una esquina del cuarto y se quedan ahí, como matrimonio mal llevado.

He perdido muchos más artículos y artilugios: gafas de sol que se quedaron enterradas en la arena de alguna playa, el salario en los días 20 del mes, el último en una cola, los sellos de cinco pesos, la dignidad cuando me acobardo, un blíster de pastillas, bolígrafos —aunque esos tengo una idea de quién me los coge—, la paciencia; pero eso sí, nunca la esperanza.