Una Asamblea no es un hospital ¿o sí?

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Alberto Moronta Enrique, pasadas las 6:00 de la tarde de un martes cualquiera. La rutina. Foto: Katia

Durante 35 minutos Alberto Moronta intentará convencerme de que podría dirigir un hospital, estar al tanto de su hijo, hacer una segunda especialidad y ser diputado en la Asamblea Nacional. Todo eso, al mismo tiempo, sin vacilar ni atormentarse. Me parece exagerado, pero…

Hace dos años pocos hubiesen creído que un muchachito de 29 podría dirigir un hospital asediado por la COVID-19 que en uno de sus tantos momentos críticos vio descender la saturación de oxígeno, mientras el consumo se multiplicaba por ocho y la presión dejaba de expresarse en bares, para medirse en “corre-corre”.

Quizás porque ya el Hospital Provincial General Docente Doctor Antonio Luaces Iraola había tenido cuatro directores en cinco años o porque se puede ser excelente nefrólogo y un mal director, o porque a esa edad no siempre el carácter ha madurado… Lo cierto es que nada, absolutamente nada, presagiaba que Alberto Moronta Enrique, el doctor que ni siquiera se contagió, siguiera siendo el director dos años después.

“Dos años y tres meses, mañana”, aclara él, que ha estado contando todo este tiempo, como si aquella tarde del nombramiento hubiera sido un parteaguas. Y de cierto modo lo fue: desde entonces sería cuestionado hasta por el término colapso, cuando no alcanzaban los eufemismos para describir la crisis sanitaria; dirigiría a consagrados especialistas que lo apoyarían unas veces y lo incomprenderían otras, aunque su liderazgo lo salvaría siempre; dormiría en sobresaltos por maternas y pequeños graves, cuyos casos se discutían “de vida o muerte”; haría presencia protocolar en cuanta donación llegara y asistiría a actos y reuniones que lo alejarían de su rutina nefrológica. Lidiaría con la crónica escasez de insumos que lo obligaría a administrarlos —hasta hoy— con precisión de cirujano, al borde a veces…

Hay un largo etcétera de dos años y tres meses que lo deja sin merecidas vacaciones, mimando a su hijo a deshora y con su madre a las puertas de su despacho para estar más cerca de él.

En todo ese tiempo su vida ha circundado el hospital. Y una, que no tiene el poder (ni las razones) de una comisión de candidatura o de la Asamblea Municipal de Majagua, termina creyendo que si ha sido propuesto para candidato a diputado de la Asamblea Nacional del Poder Popular es por haber demostrado, antes, que pudo con todo eso.

La edad, su profesión, las afiliaciones políticas…, podrán notarse en su biografía, pero sobre los hombros de Alberto pesa mucho haber sido ese joven de “zona roja”. El que, incluso, ya suma un cambio de categoría docente y una segunda especialidad que comenzara en noviembre, cuando ni siquiera vaticinara una futura utilidad “extra-hospitalaria”.

“Es en Organización y Administración de Salud, donde me preparo muchísimo en legislatura, liderazgo, economía, estadística…”

Casualidades, ¿eh? Podrías ser mejor diputado cursando esa especialidad, le provoco, aunque Alberto no se aventura a futuros. Las casualidades las explica en presente, pues, curiosamente, la actual diputada de Majagua es su colega nefróloga, Yenisey Mora Férguson, quien, además, fuera su profesora.

“Ahora ella volvería a enseñarme”, dice sonriendo y, al instante, el arco de los labios sube a las cejas: tiene mucho que aprender y hacer.

En estos recorridos recientes por varios lugares se ha percatado de que existen personas desorientadas, a la espera de turnos que no tendrían por qué dilatarse. Por ejemplo, niños de comunidades esperando por un nefrólogo pediatra que da consulta todas las semanas en el Hospital Provincial. Personas a la espera de marcapasos, sin tener información de por dónde anda su espera, lugares que por la cantidad de habitantes no llevan consultorio y, sin embargo, pueden realizarse acciones para acercar servicios…

Fallas en la comunicación, refiere, sin que advierta contradicción entre ser diputado de Majagua y director de un hospital en Ciego de Ávila, pues “la Salud es una preocupación constante, desde cualquier puesto”. Pero Alberto sabe que un hospital no es una Asamblea. ¿O sí?

En todo caso, el problema sería el tiempo o hasta dónde compatibilizar ambas funciones. Por eso pone sus ojos en Araís Hernández Flores, quien lo esperaba pasadas las 6:00 de la tarde en su oficina, mientras Invasor prometía robarles solo 20 minutos.

Antes de ser la subdirectora, era su amiga, su mano derecha y hoy, oficialmente, su reserva. Parte del equipo que le permite, en ocasiones, alejarse sin apagar el teléfono. “Respirar” la semana del mes que permanece en su segunda especialidad, en Cienfuegos.

Si ahora cuenta jocoso que le dijo a ella lo mismo que le dijeron a él —“esto será por unos días”— es porque Araís también entendió que había que asumir responsabilidades para que el hospital funcionara y no puso reparos cuando los días se le convirtieron en semanas, meses y años.

Se trata de colectividades. “De pensar en los demás, de reajustarse para cumplir ambos compromisos y encontrar el equilibrio”, confiesa Alberto. ¿O acaso Cuba no padece y habría que curarla? Se salvaría, salvando.

(Tomado de Invasor)