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Tierra de insomnes

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Falta de Sueño

La falta de sueño puede afectar el rendimiento de las personas. Ilustración: Carlos Daniel Hernández León

Ando muerto del sueño. Voy por la calle y creo que Dios con el mando universal ha puesto el mundo en X2 como si fuera una película de cine independiente y presupuesto ínfimo. Por eso me dan pánico los automóviles en las avenidas y me quedo parado en las aceras, porque no sé cuándo cruzar. Me parece que la realidad me va arrollar.   

Por otro lado, las personas hablan demasiado aprisa, solo capto palabras sueltas: “pollo”, “mipyme”, “aguacero”. Trato de unirlas, de otorgarles cierta coherencia, pero mi cerebro realiza asociaciones muy vagas, “un aguacero de pollos en mayo”. Eso es imposible. ¿Verdad? Otras veces, ni siquiera puedo hilvanar un pensamiento y mi mente se queda como mi casa ayer de seis de la tarde a dos de la mañana: a oscuras, y levito en ella, como un astronauta perdido en su propia inmensidad. 

Cuando las neuronas que me quedan intactas logran hacer la reunión del comité y llegar a un acuerdo, me percato de que Dios no le ha puesto X2 a nada —el mando universal se perdió en las coyunturas de su sofá—, tampoco hay tantos automóviles en circulación como para creer que al otro lado de la calle nadie espera por mí, ni que aquellos que me rodean hablan de lluvias que no caerán.

El problema es que en estas últimas jornadas las ojeras me llegan al suelo. Yo soy el lento. Yo soy el temeroso. Yo soy el incoherente. 

Hace unas dos semanas que no descanso bien. Cuando la noche cierra las cortinas e intento dormir, me tiro en mi cama, pero ahí gracias al calor sudo todas las fiebres que nunca me han dado.

Entonces, me acomodo en la entrada de la casa en búsqueda de un corredor humanitario —por donde corra el aire—, pero aparecen los mosquitos, como Quijotes con lanza en mano, y cuando trato de espantarlos se imaginan que mi mano es un molino de viento y siguen en lo suyo.

Regreso al cuarto y coloco un mosquitero, suvenir de los 90, pero comienzo a ahogarme, pronto en la sábana encontrarán de mí solo una gran mancha de sudor. La idea de tomar una siesta durante la mañana o la tarde me provoca pavor. Sé que en la madrugada me convertiré en búho.

Otros muchos buscan alternativas como yo: se tiran en las azoteas con una colchoneta; duermen con la casa abierta, en este punto: mejor que te roben el televisor que el sueño; si se pudiera, le quitarían la tapa a los tanques de agua y se esconderían ahí, como jacuzzis criollos.

Algunos no pueden siquiera darse el lujo de intentar descansar: deben abanicar a sus hijos pequeños para que los mosquitos no se aprovechen de su carne fresca, o esperar a que regrese la corriente para prender las turbinas, cocinar el arroz del día por llegar, cargar lámparas y celulares.

Como dudo ya hasta de mis propias certezas, investigué cuáles serían los efectos de las pocas veces que la Calabacita en su almohada-Moskvitch ha pasado a visitarme, de este colchón que no me funciona ni para el amor ni para recuperarme de las heridas del día. 

Leí en algún lugar – y créanme que no hubiera querido hacerlo justo ahora– que la mucha vigilia causa peor rendimiento cognitivo, es decir, fallas de memoria, problemas de atención y concentración, tal vez por ello a veces no sé a dónde voy ni quién soy.

También provoca mayor ansiedad e irritabilidad, si me pinchan, lo que suelto es ácido de batería de camión Kamaz; fatiga, es probable que antes de terminar este texto me rinda a ella; y descenso de la libido, aunque esto no me preocupa tanto, porque con estos calores creo que si toco la piel próxima me hincho y reviento como un globo. 

Imagino que me rendiré en cualquier momento del cansancio: en el banco de un parque, aguantado al pasamanos de una guagua si llego a tropezar con una, en medio de una reunión y mi boca quedará como la letra O. 

Siento que no me pertenece mi cuerpo. Noto mis huesos más pesados, como si ya no pudiera flotar en la playa, y tanto me cuesta a veces dar un paso que estoy seguro de que si estuviera en mi estado de vigilia de siempre, con uno solo de ellos pudiera saltar por encima de un mar como si fuera un charco.

Pareciera que delante de mí flota perenne una cortina de tul, al igual que cuando quieres espiar a un vecino por la ventana sin que te sorprenda y lo único que distingues resultan siluetas y contornos. Así me hallo yo, trato de espiar mi entorno para enterarme de qué sucede.

Cuando leas esto estaré muerto, de sueño, y utilizo mis últimas energías para concluir la crónica. Cuando pare de escribir de repente, no se alarmen, simplemente habré desfallecido encima de la laptop. Utilizaré el teclado como almohada.

Realmente se me cierran los ojos, realmente me hace falta una siesta de belleza, un pestañazo alargado, un “solo me estaba relajando” de 18 horas. Ya no aguanto más. Voy abajo en 3, 2, 1… jhaliuaahabn.

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