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Otra vez un viernes que carga la cruz del espanto

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Le temo a los viernes. Los lunes me resultan pesados, como si pusiera a andar viejas maquinarias oxidadas. Los martes me olvido de cómo despegar. Los miércoles son una puñalada entre los omóplatos y los jueves a nadie le importan. Sin embargo, los viernes me horrorizan. Llevan en sí el símbolo de la fatalidad. Ningún otro día merece una cruz en el calendario, pero no una para señalar una fecha, sino de rezo y plegaria.

Le temo a los viernes. Los lunes me resultan pesados, como si pusiera a andar viejas maquinarias oxidadas. Los martes me olvido de cómo despegar. Los miércoles son una puñalada entre los omóplatos y los jueves a nadie le importan. Sin embargo, los viernes me horrorizan. Llevan en sí el símbolo de la fatalidad. Ningún otro día merece una cruz en el calendario, pero no una para señalar una fecha, sino de rezo y plegaria. 

Un viernes el hotel Saratoga se derrumbó en aguacero de piedra. Un viernes, año y pico atrás, vino a partirnos la ciudad un rayo en la base de Supertanqueros de Matanzas. Nos recordó que la chispa adecuada puede poner en duda todo: nuestra relación con lo caótico, nuestra cercanía con la muerte. Un viernes la chimenea de la termoeléctrica colapsó y enterró a esos que la deshollinanaban en la ceniza, el peor de todos los polvos, porque nos recuerda aquello que quisimos destruir por completo y no lo logramos.

Este viernes gris por una lluvia que se anunciaba pero no caía, y por ello provocaba la sensación de que el cielo te aplastaba contra la tierra, hubiera sido como otro cualquiera. Irías al trabajo a gastar el último impulso. Flotarías en él como cuando te pesa nadar en un mar calmo. Mas, en el calendario, este 14 de junio llevaba la cruz de pena y plegaria.

A eso de las 10 de la mañana vino el déjà vu, ese quiebre en el tiempo que te hace sospechar que habitas un bucle y que esos siniestros en la Zona Industrial los puedes vivir una y otra vez. 

Por el lado oeste de la bahía se elevó una columna de humo que subía y subía hasta difuminarse con el cielo. Pareciera que el humo le diera esa tonalidad gris y no la lluvia que se anunciaba y no caía.

Fotos: Raúl Navarro

Luego, se oyeron las sirenas por todas partes. Rebotaban dentro de los caparazones vacíos de los edificios abandonados, entraban en tu casa por el resquicio de las puertas, por las persianas entrejuntas. Tal vez en otros lugares las personas al oírlas prosigan con sus rutinas: hacer como que atienden a las reuniones, hacer como si tuvieran fluido eléctrico e imaginarse ficticios ventiladores encendidos; pero aquí los recuerdos de los primeros días de un agosto están demasiado marcados a hierro candente.

Entonces, se supo la noticia: se incendiaba uno de los tanques de crudo que alimentan una de las centrales termoeléctricas más mentadas de Cuba: la Antonio Guiteras. La conjugación de las diferentes palabras: incendio, tanque, zona industrial condujeron al déjà vu, a la idea de que todo ocurriría de nuevo. El viernes nos echó otra vez a sus bestias. 

En esta ocasión, felizmente, todo se controló rápido. La espuma de extinción tapó los viejos traumas. Al echarla encima de los tanques, el viento zarandeaba una parte de ella y parecía que jabas de nailon sobrevolaban como minúsculas nubes la Guiteras. Los sistemas de enfriamiento no permitieron que las paredes del tanque se quebraran y con ellas nosotros. 

Los bomberos, esos que se conocen mejor que nadie las navajas que guardan los viernes en los bolsillos, otra vez estuvieron ahí con sus cañones de agua. Encararon el miedo razonable de los que contemplaron cómo no regresaron de las llamas sus hermanos.

Allí se encontraban los que cargan la cruz roja en la espalda, como lo han hecho cada vez que el viernes se presenta con su otra cruz de aspaviento, cruz contra cruz. También se hallaban periodistas —porque el silencio prolongado constituye una de las formas del espanto—, paramédicos, técnicos, operadores de drones. 

El próximo viernes y los que están por llegar, le pediré a mi madre que le encienda un girasol a la Virgen de la Caridad. El próximo viernes me santiguaré con un beso. El próximo viernes me levantaré tarde y me quedaré en casa a ver si el día transcurre más deprisa. Creo que este miedo a los viernes tardará en abandonarme. 

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