He comentado en reiteradas oportunidades que la continuidad de algunos de los planteamientos de nuestros lectores fortalece la credibilidad de este periodismo, especializado en otorgarle siempre más voz y presencia a quienes nos leen.

El pasado viernes 8 de marzo esta columna reveló la añeja preocupación del varaderense Rafael Menéndez Arias, residente en Isla del Sur, quien comunicó lo siguiente:

Las incursiones de los inspectores de la Dirección Integral Estatal por comercios en todas sus
manifestaciones arrojó un saldo beneficioso para los clientes en cuanto al seguimiento a quienes, proclives al delito, sintieron tras sus talones el peso de la ley en el mes de febrero último.

Así lo dio a conocer Yanet Vázquez Fragoso, jefa de Grupo, quien, además, manifestó que en ese período de tiempo realizaron 418 visitas, que provocaron 3 602 multas punitivas, ascendentes a 678 mil 670 pesos.

Según datos proporcionados por la Federación de Mujeres Cubanas, son las matanceras el 44,3 % de los trabajadores del sector civil, más del 70 % de la fuerza técnica y profesional y el 80 % de los jueces y fiscales del territorio. Casi el 50 % de los cuadros profesionales son mujeres, así como también el 30,3 % de los trabajadores del sector no estatal. 

Más allá de los límites que algunas bibliografías establecen para determinar el marco etario de la juventud, este texto aborda no solo al joven, sino a todo aquel capaz de redirigirle mi discurso desde su madurez y, tal vez, desde su ejemplo; tanto quien ha vivido las consecuencias del fenómeno en cuestión como quien no, pues hasta el pasado más intachable puede albergar la huella del alcohol y aún así apuntar a un futuro alentador.

¿Por qué afronto esta relación entre bebidas alcohólicas y sus consumidores más jóvenes? Debido a que nunca he sido gran partidario de la “tomadera” ni su practicante más resistente, pero, como muchos, le he hecho concesión en ocasiones especiales y he observado a mi lado, a tiempo, el daño que el azar bien pudo designarme.

Teresa Amador desde hace unas cuatro semanas, cuando el sol se oculta por detrás de la ciudad y deja a los que les corresponde el turno de seis a nueve en la rotación de apagones en una doble oscuridad, la de las luces frías e incandescentes y el de las naturales y ultravioletas, ejecuta la misma rutina. Agarra un palo, más o menos del largo del de las escobas, que guarda cerca de su buró en la base de pesca deportiva Luis Salgado, que ella administra, y se va a encender el Puente de Tirry. 

A unos tres metros de altura, en un poste al costado de la edificación, hay una pequeña caja de aluminio que resguarda el sistema para prender las luminarias. A veces, incluso, con la vara ella no alcanza del todo y debe ponerse en puntas de pies y estirar los brazos hasta que comienzan a dolerle por el exceso de elasticidad para una señora de su edad. Cuando los calambres no le permiten maniobrar con la precisión necesaria, le pide ayuda a algún vecino o a un pescador.