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Bruno Villalonga: “Mi vida trombonística”

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El destacado instrumentista matancero fue merecedor del Premio Provincial de Música José White 2022. Foto: Ramón Pacheco Salazar

Detrás de su apariencia de hombre bonachón se esconde un instrumentista versátil y riguroso, que ha integrado la nómina de algunas de las más prestigiosas agrupaciones musicales cubanas.

El trombonista Bruno Villalonga habla de los días en que compartió escenario con Juan Formel, Chucho Valdés o el panameño Rubén Blades como la cosa más normal del mundo. No tiene vocación de divo, es más, tiende a restarle importancia a su papel en la mayoría de las historias.

Acaba de recibir el Premio White por el conjunto de su obra, y por eso advierto que me propongo abordar su existencia “de punta a cabo” en esta entrevista. “Mi vida trombonística”, acota él entre risas. 

Realmente conversamos acerca de un poco antes, desde la década del 50, cuando tocaba el bombo con la banda infantil de su escuela, dirigida por el maestro Rafael Somavilla.

“Ingresé en la Banda Militar de Matanzas con la tuba, tenía solo 13 años y me captaron como educando. Uno de los integrantes me prestaba el trombón para sonarlo a cada rato, hasta que el director, Salvador Alarcón, me cambió a ese instrumento en 1963”.

Entonces se matriculó en el conservatorio Amadeo Roldán, de La Habana, y conoció al maestro norteamericano Raymond Orkut, al que le decían Jimmy.

“Él me enseñó todo, de forma correcta y desde el principio. Después tuve muchos maestros, nunca me gustó quedarme con uno solo, porque anatómicamente todo el mundo es diferente y hay que probar distintas cosas antes de lograr una sonoridad propia”. 

Por razones económicas tuvo que abandonar la escuela antes de la graduación y dedicarse completamente a trabajar. 

“Me mudé a la Capital e integré la orquesta del hotel Habana Libre, bajo la batuta del maestro Carlos Faxas. Juan Formell era el bajista que tocaba a mi lado. Fue un tiempo muy laborioso, grababa por las mañanas en la Egren, por la tarde me iba a la televisión, en las noches al cabaré, y ya de madrugada al segundo show de Tropicana”. 

Su amigo Sergio Pichardo lo llevó a la Riverside, de Tito Gómez, donde se mantuvo por cuatro años. Cuando comenzaron a cerrar los centros nocturnos en La Habana, se vio obligado a regresar a su ciudad. 

“Pero mis contactos se mantuvieron e iba constantemente a trabajar allí. Por esa época me buscaron Chucho Valdés y Arturo Sandoval. Irakere estaba en el embrión y ellos necesitaban instrumentistas para completar el formato. 

De su paso por la que fuera una de las agrupaciones más espectaculares y rompedoras de la historia musical cubana, conserva algunas anécdotas.

“Mi estancia en Irakere fue corta porque no tenía hospedaje. Paquito de Rivera, el saxofonista, me brindó su casa, me dijo ‘no tengo más camas, pero te puedes quedar en el sofá’. Así aguanté algunos meses. 

“Los arreglos los hacía Arturo (Sandoval) pensando en la trompeta y yo, aparte de la gran cantidad de notas que me escribía, tenía que traducirlo todo al trombón. 

“El último programa que hice con ellos fue uno que conducía Reinaldo Miravalles.  Cuando concluyó, le planteé a Chucho: ‘Creo que no voy a venir más, prefiero dejar un recuerdo grato’. Para hacer ese tipo de música había que estar muy al día, descansado y con la mente clara, y yo ya tenía un olor a tren de Hershey que no se me quitaba”.

De vuelta en Matanzas, integró la Sinfónica y la Orquesta de Música Moderna. Fue entonces cuando, junto a Sergio Pichardo, emprendió los planes de la creación de un conjunto propio.

“Nuestra intención era lograr un formato más práctico, más funcional. Nos costó un trabajo tremendo ponerle nombre, queríamos una palabra india, pero no nos gustaba ninguna, hasta que dimos con Yaguarimú, que era como se le llamaba en el siglo XVII al Valle del Yumurí.

“Hacíamos los géneros populares cubanos, pero muy elaborados para evitar el facilismo. Tocamos junto a intérpretes de la talla de Miriam Ramos, Moraima Secada. También participábamos en los Festivales de Varadero”.

Justamente en el célebre balneario hicieron relación con algunos de los trombonistas de Willie Colón, razón por la cual fueron invitados al encuentro de músicos Cuba a Estados Unidos, que tuvo lugar en el teatro Karl Marx, en 1979.

“Participé en el espectáculo que se hizo con la Fania All Star, y tuve la oportunidad de conocer a Rubén Blades. Él tenía a su abuela en Regla o Guanabacoa, no recuerdo bien, y fue a visitarla. Lo esperamos toda la tarde para ensayar y no llegaba. Se apareció con un par de chancletas, lo había dejado todo, hasta los zapatos, como regalo a sus familiares. Santiago Terry, el bongosero de nuestro grupo, le prestó un par para poder actuar”. 

A su salida de Yaguarimú, pasó por varios formatos y giras internacionales. También acompañó a Pichardo en la aventura de Casino Bellamar, proyecto que actualmente dirige, y empezó a dar clases en la enseñanza artística. 

“Al principio, me incorporé al nivel elemental, porque en el medio no me aceptaron por no ser graduado de Academia. Creo que he hecho muy buenos trombonistas; los últimos son los de la Orquesta Failde. Pienso que poseo alguna habilidad para captar y desarrollar talentos, y mucha paciencia”. 

Bruno ha contado su vida sin regodearse en eventos o personalidades que, bien lo sabe, son inconmensurables para la cultura. Solo se le advierte un atisbo de vanidad cuando habla sobre la orquesta juvenil Swing Cubano, que creó con sus alumnos. 

Veía que a los estudiantes se les enseñaba mucho de piezas y compositores internacionales: Beethoven, Haydn, Mozart, y de lo nuestro se hablaba poco, algo de Lecuona o Caturla, pero en música popular no aterrizaban, y menos en el jazz.

“Como provengo de ahí, quería que mis niños tuvieran esos referentes. Algunos me tildaron de disparatero cuando surgió Swing Cubano, lo entendían como una suerte de desviación del canon. Ahora todos los profesores la apoyan. Resulta que no estaba tan loco”.

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