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María Elvira Carmenate Calero: una vida dedicada al arte con niños

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"El arte comunitario es hermoso, porque transforma la vida de las personas", afirma María Elvira Carmenate Calero.

Conversar con Mery es algo natural. Ella tiene la maña de romper el hielo con un chiste y hacer que los minutos pierdan peso. Desde su cama me muestra los hematomas del accidente en moto que sufrió apenas unos días atrás, pero no para provocar lástima. En sus palabras se percibe la fuerza de una mujer que sabe levantarse y seguir dando guerra.

—¿Qué te motivó a interesarte por el arte?

—Nací artista, mijo. Eso lo tenía en la sangre. Yo era Carmenate de pura cepa criada entre ellos, pero con el Calero ahí, latente, que es el lado artístico de mi familia. Por esa rama todos eran músicos y repentistas empíricos.

“Mi abuela tocaba el tres y todos los domingos por la mañana su ropa estaba en orden para ir a la canturía. Recuerdo que me daba pena que mi familia tocara, pero igual tenía que participar.

“Me adentré en la literatura con ocho años; yo misma escribía los cuentos para dormirme y los adornaba con recortes de periódico y dibujos. Era una especie de minimprenta donde yo ocupaba todas las plazas. Luego compartí mis escritos en el aula y las maestras optaron por seleccionarme para que escribiera poemas para los actos y esas cosas.

“Ya en la secundaria básica Antonio José de Sucre comencé a escribir novelitas rosas que ponía a circular entre mis compañeras y de paso me ganaba unos kilos. Aquí es donde incursiono en la música al apuntarme en la banda de la escuela.

“También formé parte de los equipos de voleibol y tenis de mesa, en este último fui campeona nacional de la categoría 14-15 en 1975; y todavía a mi edad le gano a los alardosos del pueblo. No sé cómo será mi desempeño ahora tras el accidente, pero si la mano mejora todavía puedo dar leña.

“A mí me gustaba hacer de todo, estar en todo, participar de todo, en fin, probar hasta donde llegaran mis capacidades”.

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—¿Cuándo aprendes a tocar guitarra?

—Aprendí a tocar guitarra gracias al clavado. Me tiré del trampolín de la piscina para probar la experiencia y creo que nunca nadie se ha dado un sopapo tan fuerte contra el agua como el que me di ese día. El médico que me atendió me mandó de reposo para la casa un par de meses y casi tengo que repetir el octavo grado.

“Pero como todo lo que sucede conviene, en aquel tiempo vendieron unas guitarras rusas que estaban bien duras de domar y mi familia me compró una. No traían el brazo integrado, por lo que había que ensamblarlo mediante un tornillo. Tenían unas cuerdas de acero gordas y pesaban que yo casi no aguantaba la canción completa; en fin, eran rusas.

“Con la ayuda de unos amigos de la familia puse mis primeros acordes y junto con ellos empecé a componer. Nunca quise tocar nada de otros músicos, siempre quise cantar canciones mías”.

—¿Cómo entras a la Brigada de Instructores de Arte 20 Aniversario? 

—Regresaba de mi prueba estatal de Economía, carrera en la que me gradué con tres puntos, cuando pasé por Coliseo en la guagua y vi un letrero que decía: “Curso emergente para instructores de arte”, y no me bajé, con la misma viré para Matanzas y opté por la matrícula.

“Mis compañeros del curso y yo estuvimos seis meses en una escuela en Jagüey Grande, pasando un hambre que ni te imaginas. Los profesores eran los integrantes de la Brigada de Instructores de Arte 20 Aniversario. Al principio éramos 279 estudiantes, pero nos graduamos 59 porque se quería más calidad que cantidad.

“Al terminar, los mejores expedientes nos quedamos a trabajar en la brigada y ahí fue donde mi mundo se llenó. Me repleté de cultura, me rodeé de gente talentosa con T mayúscula y en negrita.

“Atendíamos los círculos infantiles, los proyectos culturales en las localidades, los movimientos artísticos de aficiones y las 56 escuelas en el campo, después de las cuatro de la tarde. Éramos zapadores en busca de talento para minarlo y pulirlo.

“Obtuve nueve premios nacionales como instructora. Era lindo. Nos dejaban ser, desarrollarnos, innovar. Nunca nadie nos limitó, todo lo contrario, nos empujaban a crear. Llevábamos el arte a los rincones más apartados de la provincia y nos echábamos arriba los sueños y aspiraciones de cientos de niños y adolescentes.

“Organizábamos un espectáculo detrás de otro, nos invitaban a giras nacionales e internacionales; era lo máximo, hasta que de pronto a alguien se le ocurrió desintegrarla. No supe ni quién ni cómo ni por qué. Fue una de esas decisiones macabras que se toman en la sombra, al punto de que un día éramos y al siguiente dejamos de ser”.

—¿Cómo inicia tu relación con el escritor e historiador José Fernández Fernández?

—A ver, Cheo (sobrenombre de José Fernández) era el director del curso. No te rías, chico, que no soy la virgen María, me llamo María Elvira. Nos conocimos jugando tenis de mesa, porque alguien le había dicho que a mí no me ganaba nadie y él era muy competitivo.

“Para no hacerte el cuento largo, participé activamente con la brigada durante cuatro años hasta que me embaracé de Laura, la mayor de mis hijas. Una vez desintegrada la 20 Aniversario, fui a trabajar a la Casa de Cultura Hermanos Matheu, en Torriente, municipio Jagüey Grande.

“Con una mezcla de culturas afrocubanas y españolas, ese lugar tenía un potencial enorme, pero sobre todo una necesidad latente de explotar el talento local. En 1989 Cheo asumió la dirección de la Casa de Cultura y fue cuando pudimos crear y hacer de verdad.

“Ahí surgió Azahares del Cítrico, nuestro primer proyecto sociocultural, cuyo nombre viene del círculo infantil donde lo desarrollamos, y con el cual ganamos cinco premios nacionales en festivales para niños de esa edad.

“Después vino el Iguazú, como las cataratas, un proyecto de música latinoamericana en la Escuela Primaria Pepito Tey, que extendimos a las comunidades vulnerables. De repente Cheo y yo nos vimos siendo padres de 60 niños, más la que ya teníamos, y nos enfocamos en volverlos hombres y mujeres de bien, mediante el arte.

“Aquello fue ganando fuerza con el apoyo de padres, profesores y las autoridades del Gobierno y el Partido de la localidad. Terminamos formando un grupo de niños artistas con el que viajamos por todo el país, e incluso visitamos Chile, Italia por el evento Sequi de Oro, y en cuatro oportunidades participamos en el SPAL en España.

“En muchas ocasiones, el dinero para pagar el carro que nos llevara hasta el aeropuerto salía del bolsillo de amistades, familiares, del dinerito que sacábamos recogiendo café y a veces los pagó Cheo con el premio de los libros que le publicaban en el extranjero.

“Estos proyectos, pese a obtener reconocimientos de las instituciones culturales, principalmente son recordados por la gente de Torriente, sobre todo por los niños que los integraron y de los cuales muchos son artistas hoy. Pero nunca nadie nos esperaba en el aeropuerto cuando regresábamos, y nuestros festivales no se transmitían por la televisión, la radio o el periódico”.

—¿A partir del trabajo con estos niños es que surge el proyecto Kikiricantos?

—La historia es curiosa, porque Cheo y yo fundamos Kikiricantos oficialmente el 28 de enero de 1990, en un claro homenaje a José Martí, pero el nombre aparece en 1996, cuando ganamos el Festival Provincial de la Canción Infantil con un tema propio, titulado Tonada del Kikirigallo, interpretado por nuestra hija Laura.

“Ese mismo año ganaríamos el Cantándole al Sol en las categorías de interpretación y composición. También fuimos premiados en el máximo evento de la canción infantil cubana en 1997, con Trencito quiere saber y Mariposa, este último interpretado por una niña ucraniana.

“Repetimos en 1998 con Zumo de Romerillo, el tema de la película cubana Viva Cuba, que además fue nominado a los Grammy Latinos en 2002, como parte del disco Así cantan los niños de Cuba; y en 1999, con Novio de mi ciudad, dedicado a Matanzas. En el 2002 volveríamos a llevarnos los honores, con Canción del Tiempo.

“Por el medio está el 2000, año en que mi esposo y yo nos fuimos a España por un contrato de trabajo en Tenerife. Recuerdo que de día trabajábamos y de noche recaudábamos fondos en los centros culturales para los niños del proyecto, porque la idea siempre fue volver.

“Compramos un burujón de cosas, un equipo de audio, micrófonos y todos los accesorios para poner a Torriente a gozar de verdad; pero, cuando llegamos a Cuba, en la aduana nos quitaron todos los equipos. Hicimos la reclamación y pudimos recuperar algunos.

“Nos nombraron metodólogos provinciales, a Cheo de Investigación e Historia y a mí de Música. A partir de ahí decidimos mudarnos para San Miguel de los Baños en 2004 y llevarnos lo poco que habíamos logrado conservar de lo traído de España, para empezar Kikiricantos desde cero.

“Sin embargo, las autoridades no nos dejaron tocar ni un micrófono. Todo lo declararon como medios básicos intransferibles, y no tuvimos manera de probar que aquellos equipos eran nuestros, por la manera en la que funcionaban las leyes de la época. Mi esposo falleció de un derrame cerebral en el portal del Ministerio de Cultura tras haber presentado la reclamación”.

—¿Cuán duro fue seguir viviendo y creando sin Cheo?

—Él no me hubiera dejado rendirme, no me lo perdonaría nunca. Así que retomé Kikiricantos en San Miguel, reuní a un grupo de niños talentosísimos y comenzamos a crear. Ahí el problema pasó a ser otro: había escogido el municipio equivocado. Las autoridades de Cultura de Jovellanos nos ayudaron muy poco, excepto la sección de literatura.

“No paré de trabajar: publiqué libros de literatura infantil, uno en Cuba y tres en España, y mis poemas están presentes en seis antologías. En 2009 viajé a Venezuela a cumplir misión internacionalista, con un proyecto para erradicar la violencia a través del arte en Petare, municipio Bolívar, Estado Miranda.

“Pero tranquilo, que en 2013 Kikiricantos volvió a ganar un Cantándole al Sol con Reina de las Aguas, de mi autoría, interpretada por Laura Durán. Ese año recibí también el reconocimiento Los Zapaticos de Rosa, que premia la obra de toda una vida en el trabajo con niños.  

“Cuando la celebración del 325 aniversario de la ciudad de Matanzas, las autoridades de Cultura no sabían quién era yo. Me imagino a los organizadores rompiéndose la cabeza para descubrir de quién era la puñetera canción Novio de mi ciudad. Y eso que al final le agradezco a Osbel, actual director provincial de Cultura, que por lo menos se dedicó a buscarme”.

—¿Qué crees sobre el futuro del arte comunitario?

—El arte comunitario es como un tsunami: si no mueve, si no empuja, si no limpia, si no es capaz de arrasar con todo lo malo e imponerse, entonces no tiene sentido.

“Yo dejé Cultura en el 2015 y empecé a dar clases de Historia de Cuba en la secundaria 5 de Abril, del pueblo donde vivo, y pese a que vivo realizada como artista y al cariño y amor que aún me regalan esos cientos de niños a los que dediqué mi vida, siento que mi trabajo es hasta cierto punto infravalorado.

“Nunca pude tener una casa y vivo con mis hijas; sin embargo, una vez organicé una gala cultural donde le iban a regalar una vivienda a un pelotero por dar muchos batazos en un torneo internacional. En aquel momento no pude evitar preguntarme: ¿y a mí quién me cuenta los batazos? Me quedé corta en lo de tener una familia numerosa: tuve dos hijas, pero crié y formé cientos de niños a esta Revolución, ahí donde menos ellos podían hacer.

“En fin, el arte comunitario es hermoso, porque transforma la vida de las personas y brinda la oportunidad a mucha gente de expresar su yo artista. Cuando el trabajo se hace bien, la comunidad cambia y se siente parte de esos proyectos que nacen. Si eso no existe, todo sigue igual y eso, mijo, es lo que no podemos permitir que pase nunca”. (Fotos: Cortesía de la entrevistada)

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