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Un canto a la esperanza desde el Icarón

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La proximidad de la muerte paraliza y produce espanto, sobre todo cuando se muere de a poco, y sientes que el tiempo te alcanza solo para ver cómo otros parten antes que tú. Y el vacío crece, junto al temor y el desconcierto.

No sabes cómo obrar. Sientes que una nube oscura se posa sobre tu mundo, reducido a un camastro y una mesa con decenas de frascos con pastillas. Y te cuesta asomarte a la ventana porque sentirás cómo la amplia noche se cierne sobre tu existencia, aunque afuera el sol brille con fuerzas. Su luz no llegará a ti, solo la oscuridad total que se recubre con el miedo, el dolor y la desesperanza.

Así de tenebroso fue el mundo de Omar Milián tras conocer el diagnóstico que le confirmaba el contagio del VIH. Hasta que halló una manera de enfrentar la tristeza: escribir cuanto sentía. Así surgió, entre otras obras, el monólogo que hoy, dos décadas después, el Icarón pone a consideración del público.

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Con más de 20 años, el texto escrito por Omar Milián renace gracias a la maestría de la actriz y directora Miriam Muñoz, que también trascenderá a la posteridad por formar a varias generaciones de intérpretes.

Entre los cientos de nombres, no faltará mucho para que se escriba con letras mayúsculas el de un talento emergente que logró conectar con el público desde la primera vez que subió al escenario como actor.

Justamente Cristian Rey García debuta en las tablas con este intenso monólogo, osadía que solo se logra gracias a la vasta experiencia de la Muñoz como directora y forjadora de actores. Porque sí, los forja con la paciencia del creador que asume una pieza en bruto, que va moldeando hasta lograr el más bello acabado.

El actor se desplaza con total dominio, como un si de un consagrado se tratase, y su madurez le permite brillar en el climax de la obra, conectando con el público de tal forma que la desesperación se adueña de la sala y del ánimo de los presentes. No por gusto, junto a las lágrimas del protagonista, brotan también en comunión de sentimientos las de más de un espectador.

La atmósfera opresiva se alcanza gracias al sobrio diseño escenográfico de Marialva Ríos. Las luces, a cargo de Pedro Rubí, logran establecer la intensidad necesaria en los momentos culminantes de la puesta.

El miedo irracional que nos produce la cercanía de la muerte, la ira ante lo irremediable, el dolor lascerante que produce sentirse condenado por la fatalidad, la falta de luz que nos oprime los sentidos y nubla la mirada, todas esas sensaciones, nos llegan desde el grito mudo que se decide garabatear en una hoja en busca del desahogo.

Omar escribió esas palabras hace más de 20 años, aterrorizado por algo que se anunciaba letal y sin cura.

Hoy un joven, valiente como él, asume aquel grito desesperado y nos los acerca quizá con una expresión más contemporánea, pero con la misma vigencia.

Porque desde entonces la muerte siempre nos ronda con virus que con nuevas siglas y continúa arrebatándonos seres queridos. Mas, los sobrevivientes también estarán para contarlo, incluso pueden hasta sentarse en primera fila para ver su desesperación de antaño cómo se convierte en exquisita obra de arte que deviene en canto de esperanza.

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