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El Cinematógrafo: Los sobrevivientes

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Siempre me ha gustado de Los sobrevivientes la ligereza de su planteamiento, esa aplastante sencillez, lo perfecto de su estructura.

Ficha técnica

Año: 1978

País: Cuba

Dirección: Tomás Gutiérrez Alea

Guión: Tomás Gutiérrez Alea y Antonio Pérez Rojo

Fotografía: Mario García Joya

Música: Leo Brouwer

Reparto: Enrique Santiesteban, Carlos Ruiz de la Tejera, Reynaldo Miravalles, Vicente Revuelta, Patricio Wood, Jorge Alí, Germán Pinelli, Ana Viña, Vicente Revuelta, Carlos Moctezuma

Duración: Una hora y 47 minutos

A pesar de lo fascinante y enigmática que resulta, o precisamente debido a eso, y aunque para mí se trate de una de sus obras máximas y mi favorita del director, no me extraña lo invisible y sola que se ha quedado Los sobrevivientes cuando se repasa o pondera el cine cubano, incluso el del propio Gutiérrez Alea.

Solo sé que su inteligencia y sensibilidad han confluido en pocas ocasiones como en esta, y que difícilmente me ha vuelto a tener de tal manera con el corazón en un puño y los sentidos tan a gusto que, más allá de la vista y el oído, mi olfato y tacto se agudizan y casi huelo y palpo la espeluznante selva, el polvo que sepulta a los personajes escena tras escena, la libertad al otro lado del muro… Ese lugar apartado que ocupa esta película, oscuro y olvidado como el viejo hogar de los Orozco, es el de las grandes películas incomprendidas por sus propios valores, sorpresas que validan más a un director que a un autor.

Si bien existe un antecedente inmediato de puesta en escena tan poco vanguardista como La última cena (1976), Los sobrevivientes me sorprende a cada visita por la reafirmación que en ella encuentro de un deseo de claridad, por el alcance estremecedoramente universal del que me hace receptor. Entre las grandes de Gutiérrez Alea, podio donde tampoco suele admitirse, parece la menos esforzada y autoconsciente de su poderío comunicativo y artístico, tal vez por ello la que más simpatía y admiración me despierta.

Decir esto en referencia al hombre que hizo Memorias del subdesarrollo (1968) y Fresa y chocolate (1993) puede parecer una herejía, la misma que al preferir los dos Iván el terrible (1944-1958) de Eisenstein que El acorazado Potemkin (1925); cuestión de categorías hechas y derechas. De modo similar ocurre con la etapa mexicana de Buñuel y esporádicamente con Bergman, sabios como son los tres para elevar alma y pensamiento del espectador a las alturas de la trascendencia y, al mismo tiempo, de arraigarlo al suelo con el más directo y desgarrador de los dramas o la comedia más viva, a veces sin medios técnicos envidiables, ni innovaciones cada dos por tres.

Por cierto, lo que entendemos por drama no es quizá la definición más genérica o justa que pueda aquí aplicarse, pues, en su reflejo patético de la condición humana, esta película convierte en comedia negra, negrísima, en sátira tempestuosa y sagaz sobre la conducta social bajo circunstancias extremas, la situación totalmente dramática y lamentable que sus personajes viven, tanto a nivel colectivo (familia burguesa aislada en el campo, por determinación histórica de sus mayores, y ciertamente ajena al curso de la Revolución en el poder) como individual (el ejemplo de los jóvenes Julio y Finita, unidos por un sentimiento de amor y libertad en medio del caos donde han crecido, igual de prisioneros en su condición aristocrática que la servidumbre esclavizada a punta de látigo).

Incómodo terreno el de esta historia y el acercamiento a la misma, al menos para meter las manos y extraer algo fácilmente señalable como maravilla, que reluzca bajo todas las miradas. Sin embargo, no dudaría un segundo en posicionarla como mi “eureka” particular dentro de nuestro celuloide, que no se queda tan corto ni es tan malo como podrían algunos comprobar, para su suerte.

Así de poco transitado es el antiguo pero aún sólido caserón en que habitan las obras maestras que nunca serán vistas como tal, donde coincide la madurez de la mirada con el perfeccionamiento de la técnica, y en cuyo interior se mueve con soltura un narrador extraordinario al que nada se le escapa: el que antes necesitaba tres planos para expresar lo que ahora logra en uno; el que se siente más interesado por contar una historia que por simbolizarla; el que por el solo hecho de aunar semejante intrepidez se merece, pese a la adopción de un estilo clásico antes rehuido, mayores aplausos que el más fiel y estricto seguidor de las pautas del Nuevo Cine Latinoamericano al pie de la letra.

Siempre me ha gustado de Los sobrevivientes la ligereza de su planteamiento, esa aplastante sencillez, lo perfecto de su estructura, el trato hacia sus personajes, la dinámica y el ritmo, lo diáfano que hace el horror, la compenetración coral del espléndido reparto… Todo un cúmulo de subjetividades que, en calidad de elementos sólidos y edificantes, proveen de sus particulares encantos al resultado.

Ahora bien; dentro de esa película tan lograda y entretenida hay, aparte de los fuegos fatuos de un talento inconmensurable y desacostumbrado para la cinematografía latinoamericana en lo adelante, aspectos difíciles de asimilar con sana resignación, todos inherentes a un mundo pesadillesco, aterrador, a cuyo desmoronamiento asistimos desde un distanciamiento de lo caricaturesco que resulta insuficiente para privarnos del escalofrío. Rara vez nos han mostrado por tanto tiempo a los monstruos de la función, desde el inicio hasta el final, así como de lo que son capaces; confieso, además, que de tomar a una señora como espantapájaros y a un viejo como deshollinador hay una muy breve distancia a la perturbación absoluta.

Después de recurrir al secuestro y la esclavitud para mantener un sistema de vida tan recluido y regresivo que produce verdadero miedo, más que el fantasmagórico plano final; al sudor del trabajo para combatir el hambre, suma ironía y degradación para el linaje de los Orozco; al adelanto de las manecillas del reloj para que el nacimiento de un nuevo miembro de la familia no coincida con la fecha del 26 de julio, entre otras absurdeces motivadas por el orgullo ancestral que se retuerce como una palmera bajo un huracán de cambios irrefrenables; ¿qué resta por sufrir entre esos impresentables y, en cierto modo, conmovedores sobrevivientes? ¿El canibalismo? No me extraña, y hasta se agradece la clase y el humor con que hace aparición la infame práctica ante los pocos que van quedando.

Mas, ver de nuevo esta obra maestra de Gutiérrez Alea, aparte de volver a escalofriar sin remedio con el último intercambio de miradas entre un jovencísimo Jorge Alí y un decrépito Carlos Ruiz de la Tejera, o el más joven y hambriento frente al más viejo y débil, o el incorregible resultado frente al vetusto origen de las terribles circunstancias, permite preguntarse si no había más opciones salvo el inmóvil camino a la perdición que junto a ellos acabamos de recorrer.

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