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Ateneo: Fisuras del olvido

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Me levanto de un sobresalto. Solo fue una pesadilla o tal vez un sueño muy lejano. Aún es temprano. Contemplo las calles de mi barrio. Apenas una vocecilla grita a lo lejos como un despertador colectivo –el paaaaan suaaave–. Un rayo de sol acaricia el pavimento.

 

Las personas abarrotan de un segundo a otro las aceras. ¡Un festival de colores! Niños, jóvenes, adultos con uniformes. Viejitos que paso a paso van para la bodega, la farmacia.

 

A través de ventanas o balcones observo a las amas de casa. Almas que vagan en la inercia de la rutina, invisibles, pero necesarias. Me identifico con ellas… ¡¡¡Bueno, lo que notan mis ojos!!! Me pellizco. Pienso que no es real. Alguien me ve…

 

 

Pasan los días y aquella escena no se repite. Quedo pensativo y nostálgico ante la reciente visita de dos jóvenes periodistas con el objetivo de sacarme fotografías.

 

Sin ánimo de sonar presumido, recuerdo los viejos tiempos en que desde la distancia competía con el Victoria de Girón y el Palmar de Junco, y en ocasiones ambos tenían que ceder ante mi innegable y novedoso atractivo. Si sólo se tratara de mi monumental aspecto y de los agasajos verbales hacia todo producto nuevo… Pero no, muchos destellos de lo pasado son excusa suficiente para el llanto que en forma de malas hierbas exuda mis muros.

 

En mi interior, el voleibolista se regocijaba al rematar a su oponente del otro lado de la red, el baloncestista mezclaba lágrimas con sudor al fallar una canasta vital para su equipo y el boxeador de quince años corría a las gradas para abrazar a sus padres, con los guantes aún puestos tras pronunciarse el veredicto. La karateca ejecutaba tan bien su kata que disuadía a su padre de que «las artes marciales son cosa de machos», la gimnasta se torcía un tobillo en el intento de superar sus propias expectativas y el esgrimista trazaba una estocada con su florín que hubiera inspirado a Dumas para incorporar un nuevo mosquetero a sus novelas.

 

 

La prensa representaba mi más asidua compañía humana, ya fuese para cubrir un evento deportivo infantil o entre reclusos. Las masas acudían a mí y me tomaban como escenario para seleccionar a la Reina del Carnaval. En una oportunidad estaba a punto de sucumbir bajo el peso de numerosos matanceros, mientras las melodías y voces de Mocedades engalanaban mis contornos.

 

En 2009 ocurrió el derrumbe de la cubierta de mi pista principal. Afortunadamente, nada se celebró ese día, ni la graduación de alguna escuela, ni una clase de Educación Física. Si bien el suceso marca mi destino desde entonces, agradezco no haber estado concurrido en ese momento.

 

El impacto de los escombros no me duele tanto, cada vez que pienso en la atención que me brindan. Durante años espero por una mínima acción institucional que me permita recobrarme, obtener de vuelta la dignidad con que me alzaba e inspiraba respeto.

 

 

En una información de Trabajadores, creo haber escuchado, se me había incluido en los planes de restauración para el aniversario 325 de la ciudad de Matanzas. ¡Ja! Lo cierto es que no recuerdo si alguna comisión vino a evaluarme. Debió ser durante las pocas e intermitentes horas de sueño que me permiten los ruidos de Pueblo Nuevo.

 

El musgo crece por doquier. El polvo y los hierbajos empañan mi mirada. Los caballos pastan en un suelo bucólico donde antes las zapatillas resbalaban en pos del balón. Las noches en mí no son seguras. Sirvo de guarida a toda clase de rufianes y pervertidos, y rabia me da no poder retenerlos en mi quejumbrosa oscuridad. Cada vez se esconden menos y hacen sus malas obras en plena calle a la luz de las farolas.

 

Hoy, cuando mis únicas alegrías residen en los niños que corren por la maleza de mi seno, escondite ideal para los tigres y leones de la imaginación, reclamo a las autoridades concernientes de mi ciudad que se escuche el estruendoso silencio que rodea al Ateneo, y que se me libere de la soledad y la incertidumbre.

 

  • Escrito en colaboración con José Alejandro Gómez Morales

 

 

 
Estudiante de Periodismo.
 

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