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Veintitrés horas de ambulancias

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Por Mario Ernesto Almeida

 

A las siete y treinta de la mañana del martes tres de agosto, es casi insoportable el “gemido” de las golondrinas. La base municipal del Servicio Integral de Urgencias Médicas de Matanzas (SIUM) resulta, en buena medida, inmenso nido de esas aves. Nadie sabe adónde irán durante el día, pero lo mismo cuando cae la tarde que cuando empieza a elevarse la mañana, están aquí… por todos lados.

 

Acaba un turno y otro empieza. En la entrega de guardia chocan los somnolientos rostros que parten con otros más frescos que, en breve, partirán también y retornarán y partirán y volverán “mil” veces hasta las próximas siete con treinta.

 

Fernando Raciel Gutiérrez Felipe es de los últimos que llegan. Una ambulancia lo ha traído. Es enfermero, tiene 25 años.

 

 

              Entrega de Guardia. Foto: Mario Ernesto Almeida / Cubadebate

 

En el cuerpo de guardia del policlínico Carlos Verdugo, hay una mujer en paro. Llegó caminando por sus pies y ahora está allí, sobre la cama. El cubículo es grande, el camastro en una esquina y en el extremo de las manos ya se dibuja el color de la muerte. La ambulancia ha llegado. Eso que nos muestran las películas y las series norteamericanas, eso mismo… lo estoy viendo aquí.

 

La doctora Yima Sans, emergencista del SIUM, proporciona oxígeno manual. La goma que aplasta suena disparatada, a desespero, a “¡acaba de despertarte, vieja, vive…!”. Otro médico insiste en la reanimación, Fernando prepara una descarga eléctrica, la doctora vigila el tiempo.

 

“Si después de esta ronda no sale… ya”, se escucha.

 

En el último ciclo de reanimación, tras la descarga, el monitor comienza a emitir intermitentes sonidos y todo el mundo se acerca cual cuadrilla de fanáticos al fútbol que ven el partido desde algún lejano televisor y, con el juego bocabajo, se ponen lentamente en pie… con la cara tristona todavía, ante la esperanza de un gol.

 

Y alguien apunta y dice: “míralo, míralo, mira cómo sale…”, ahora como si fuese una carrera de autos lo que estuviésemos viendo, esperanzados… como si el nuestro, tras la casi definitiva rotura, lograra reincorporarse a la pista.

 

Este campeón, dentro de esta campeona, se ha reincorporado, o mejor dicho, lo han… pero el campeón para otra vez y lo vuelven a sacar y otra vez cae, hasta que, al fin y al cabo, no queda más por hacer.

 

El paramédico abandona la sala y no sé qué habrá dicho o cómo habrá mirado; solo que, con su marcha, se disparó un clamor de loba herida y ráfagas histéricas de “por qué, por qué, por qué…”. Sórdidos los gritos. ¿Cómo se mira a una mujer que está llorando así?

 

“Yo pensé que iba a salvarse”, le digo en baja voz a Fernando, mientras regresamos a la ambulancia.

 

“Hasta yo, compadre”, responde algo cansado. “Hasta yo”.

 

***
A las 11 con 30 de la mañana vuelve a sonar el teléfono. Fernando me llama. “¡Otro paro!”, grita.

 

“¿Pero esto qué cosa es?”, le digo con sorpresa.

 

“¿Esto? Emergencias…”, me responde mientras cierra el portón del carro y Jorge Fidel Santana Lima arranca la ambulancia y parte. La doctora de guardia va de nuevo entre ambos.

 

Fidel es paramédico desde 1990, fundador del SIUM. Hace unos años, dice, estuvo de misión en Haití. “Por poco me matan; me asaltaron y me pusieron un arma en la cabeza… y me golpearon con ella. Pero terminé el año que me quedaba”.

 

Esta gente sabe que la vida es vidrio, que hasta el más pinto de la paloma en cualquier momento se rompe. “Vivan cada día de su vida como si fuera el primero, porque el último va a llegar”, escuché decir hace un rato a una mujer de la base.

 

Llegamos al destino y esta vez tampoco nada vale. He visto dos muertes en apenas tres horas. Cuando la ambulancia corre y suena, constato, hay carros que no se quitan.

 

***
“Almuerza ahora, que no sabes si después podrás”, me aconseja Fernando.

 

“¿Tú eres el periodista? –pregunta casi a gritos un hombre de aparentes 30. ¡Mira p’acá! ¡Mira p’acá! Y escribe ahí, pa’ que todo el mundo se entere, que Rubén David, el loco de la base, te echó un tiro; 36,4º,” dice y baja de mi frente la pistola térmica. Estoy sentado a la mesa.

 

“Él estuvo hasta hace poco grave en la terapia intensiva. El PCR siempre le dio negativo pero estuvo mal”, me comenta el director, Eduardo Fernández Álvarez, desde la mesa contigua, en lo que Rubén David busca su bandeja. Llega y se me sienta enfrente.

 

“¿Te gusta el melón? Vaya, coge el mío pa’ que afines la pluma”.

 

El personaje de loco de Rubén David Fumero Prior se entrelaza con el de “chico genio”. “Rubén David sabe mucho”, comentan sus compañeros de trabajo y además le gusta demostrar que sabe: habla fluido, seguro, con su toque de guapería, de ambiente. Rubén David no está loco nada, pero el personaje le funciona, lo sabe y lo fomenta.

 

“Tú y yo somos…”, grita Rubén David.

 

“Fósforos de una misma caja… ¡y encendemos!”, responde, rítmico y cómplice, José de la Caridad Larrondo, fregador.

 

El mediodía de aquí resulta un horario medio torpe, donde –parece– nada ocurre. Y digo “parece” porque, al final, en la base nunca se ve mucho, lo importante está afuera.

 

El mediodía, con el sol tajante contra las tejas de fibrocemento de la gran nave y con el postprandial haciendo de las suyas, parece adormecerlo todo, pero en realidad nada está dormido, hay otras ambulancias trasladando casos de Covid-19 por cualquier carretera de la provincia e incluso por los caminos de provincias aledañas; en la mañana, por ejemplo, partió una hacia La Habana y otra para Mayabeque.

 

“Todo el mundo pa’ la calle y uno aquí, de bestia”, es la sentencia de Fidel.

 

***

 

 

El Volao. Foto: Mario Ernesto Almeida / Cubadebate

 

Hasta el poblado de Cidra tendrá que ir la ambulancia que conduce el Volao, Alberto Rodríguez, paramédico, acompañado por el Chino, Roberto Gracía, enfermero. En ese territorio del municipio Unión de Reyes, una paciente infectada con el Sars-Cov-2 espera a que la trasladen hacia el hospital militar Mario Muñoz Monroy, de la ciudad de Matanzas.

 

Mientras descendemos por la Carretera Central, el Volao me muestra los diferentes tipos de sirenas. Este auto es uno de los que, semanas atrás, el Ministerio de Turismo donó al sistema de emergencias matancero para convertir en ambulancias. La tarea de “conversión” quedó a cargo de los mismos enfermeros y paramédicos. Fernando ha encabezado el proceso.

 

En una ambulancia tradicional o “de fábrica”, como la Mercedes Benz de Fernando y Fidel, hay estantes originales para guardar de todo: desde botellones de oxígeno, hasta maletas con indumentarias propias del trabajo de emergencia. Existe dónde acoplar el ventilador respiratorio, el desfibrilador, los conductos del gas.
En los nuevos vehículos, antaño simples carros para trasladar turistas, hay que inventarse cómo acoplar todo esto. Con la plancha inferior de una silla metálica de hospital, Fernando diseñó una especie de plataforma fija, atornillada a las paredes del carro. Para los conductos de oxígeno, zafó los paños interiores y colocó por dentro las mangueras. Adaptó un portasueros y fijó al piso la mesa de hospital en la que ahora descansa el desfibrilador.

 

Esta no es una ambulancia con la estética interna de las originales, ni de cerca; esta es la ambulancia que nace del ingenio y la necesidad de la Cuba en curso. No tendrá los finos estantes, pero lo esencial para emergencias tiene. Los trabajadores de la base no han esperado a que llegue ese experto en convertir paso a paso los carros de turismo en ambulancias porque saben que ese experto no existe.

 

La Cuba que anda, la que rueda, la que sí o sí tiene que funcionar, se construye en las horas extras de postguardia, a mano, a mente y sin esperar la orden de nadie. ¿Permisos para qué? Hacen falta ambulancias, el carro está aquí, los equipos allá. Fernando, un enfermero miope, ve este interior desnudo y se imagina el carro de emergencias posible, el necesaria y obligatoriamente posible.

 

Destornillador, taladro, cabeza, destornillador, taladro, asiento, cama… y, en cada vuelta de tornillo, una apuesta a lo más sagrado… que es la vida; y, en cada vuelta de tornillo, la euforia encerrada, electrizante, de ver que está saliendo… “de mis manos, coño, de las nuestras”.

 

 

Interior adaptado de una de las nuevas ambulancias. Foto: Mario Ernesto Almeida / Cubadebate

 

Cuando bajamos en el policlínico de Cidra, ya con las escafandras, el calor es insoportable, el sol duele en el cuero cabelludo protegido por el gorro. “¿Ya estás viendo lo que es, no?”, me dice el Chino.

 

Minutos después, me pedirá que le sostenga su oxímetro. Me lo coloco en el pulgar. La luz es tanta que resulta imposible identificar los signos en la pantalla. El Chino me “arrastra” hasta la sombra, me lo vuelve aponer, aprieta algún botón y suelta: “tienes taquicardia”.

 

La tengo, sí, la siento… prácticamente insufrible me resulta el ahogo del traje bajo el sol y las temperaturas de este verano, en este trópico. Quien inventó los trajes, casi convencido estoy, tenía, tanto en su habitación como para su proyecto, un aire acondicionado. La culpa no es suya, en todo caso. La culpa… ¿quién la tendrá? ¿cuántos culpables habrá por el camino? ¿A cuántos tendrían que insultar el Chino y el Volao por estar metidos ahora en este infierno portátil?

 

Ayudamos a subir las pertenencias de la paciente: un ventilador, maletas… subimos en la camilla a la paciente misma y ayudamos a su esposo, que prácticamente cae al abordar por la puerta corrediza. Volvemos al aire acondicionado de la cabina del vehículo.

 

“Tírame la foto para que todo el mundo vea cómo yo vengo: ¡sudada!”, me había dicho justo al mediodía, en la base, una enfermera luego de “rodar” hasta Pedro Betancourt, igualmente para trasladar positivos a la pandemia. Ahora, todos aquí andamos así.

 

El Chino ha montado atrás con los convalecientes para estar al tanto de todo hasta la llegada al hospital. Más tarde le preguntaré cuán cerca tiene “al chino” en la familia, por los evidentes rasgos, y me dirá tímidamente que sí y agregará: “Bolivia”. Más tarde aún, cuando le vea el rostro todo, advertiré en él la miscelánea genética entre el hombre del altiplano y el del el Asia.

 

“El Volao tiene una jeva en cada pueblo”, bromea el Chino… El Volao es negro, grande, medio noblote, y en lo que regresamos a Matanzas por las estrechas carreteras del circuito sur, comenta que en una guardia, entre una cosa u otra, ha llegado a conducir más de setecientos kilómetros. En los días que así son, los más duros, pide a su copiloto que le salpique el rostro con agua fría mientras maneja, para no quedarse dormido.

 

***
Cuando al fin retornamos, en la base solo se habla de la más reciente salida de la “020”, últimos dígitos de matrícula de la ambulancia especializada en neonatología, que tripulan Fernando y Fidel. Este carro, uno de los mejor equipados, también sale en auxilio de cada emergencia que surja, como los paros, fatales paros, de la mañana.

 

Esta vez, les ha tocado enfrentarse al ahorcamiento incompleto de un niño, 13 años y un cordón cerrándole todas las puertas por venir. “Fue durísimo”, me comenta Fernando en lo que limpia la ambulancia. “Bajarlo del segundo piso, entubarlo… Pensé que iba a partirle un diente. Justo llegando al pediátrico cayó en paro y en la terapia intensiva lo lograron “sacar”.

 

El hecho de que se trate de un niño dispara entre enfermeros y paramédicos los porqués. “Lo importante es que se salvó –dicen siempre al final–, es que se salvó…”.

 

De La Habana llega Ledisvany Martínez Sierra. Los paramédicos empiezan a animarlo para que “cuele” de un tiro la ambulancia en el parqueo. Él da marcha atrás varias veces, ignorando la “horda” de entusiastas, para evitar cualquier roce del carro con las columnas de metal.

 

“Existe un dicho de chapistas que dice: mide diez veces y pica una”, grita tras parquear, sin un rasguño, la ambulancia.

 

“Hay un RPM”, dice Fernando. “Vamos”.

 

“¿Qué es eso?”.

 

“Rotura Prematura de la Membrana”.

 

En el hogar materno, aborda con cuidado la embarazada, que quizás en las próximas horas se convierta en mamá. La dejamos en la maternidad de Versalles y pasamos por la casa de Fidel a tomar café. Su esposa lo prepara.

 

Fidel recién se ha incorporado porque estaba en cuarentena. Su compañera anduvo positiva a la Covid-19 y la amenaza de una inflamación vascular, de conjunto con la sobresaturación de los servicios médicos en aquel momento y la carencia de fármacos, la hicieron pasar días difíciles, de mucho miedo, que ahora narra con impresionante histrionismo.

 

“Todavía estás hablando con falta de aire”, le indica la doctora Yima.

 

“No, es que yo hablo así”.

 

“No, no, esa parada que estás haciendo no es normal”.

 

“Tenemos que irnos”, dice Fidel. “Acaban de llamar y hay que trasladar un neonato”.

 

***
De vuelta a la base, sacamos la camilla de la ambulancia y, en su lugar, subimos la cuna para recién nacidos.

 

Llegamos al centro hospitalario provincial Faustino Pérez por el fondo. Fidel quedará abajo. Fernando me convida a subir. Ya en la sala de partos, me entero de que el neonato aún ni siquiera neonato es. “Vas a presenciar un parto”, insiste Fernando con una palmada ante mi asombro.

 

¿Por qué un parto en un hospital clínico-quirúrgico? ¿Para qué una ambulancia que traslade al niño hacia un hospital distinto?

 

Las madres que aquí se encuentran a punto de dar a luz son positivas a la Covid-19. Esta sala de partos es una zona roja, donde la pandemia amenaza con disparar los riesgos que, per sé, tiene un proceso de embarazo a término. Hay mucho también de película en este parto… o simplemente de la vida.

 

La ginecóloga que ayuda a dilatar y le advierte a la embarazada: “¡Parir duele!”; el joven estudiante que le da consejos de cómo respirar, cómo pujar, cómo poner las piernas… y que, en el momento decisivo, aplicará alguna que otra presión sobre el vientre de la ya casi madre y que minutos después, la propia área habrá de masajear levemente.

 

 

Equipo en el proceso de parto (ginecobstetras, SIUM, neonatólogas). Foto: Mario Ernesto Almeida / Cubadebate

 

También está la doctora Derlín Sánchez Suárez, especialista en primer grado de neonatología y la enfermera Ismaris Alpízar Dichinson. En cuanto nazca la bebé, Derlín la tomará en sus manos, la revisará y alistará en un cunero. Morados –certifico con espanto– nacen los niños y de a poco van tomando color.

 

Madre e hija no tienen más contacto que el visual. Si todo sale bien –a veces las cosas bien no salen–, luego de negativizar, mamá saldrá del Faustino para el hospital materno, donde se gestará el primer y definitivo contacto. Cuenta Derlín que es muy fuerte, que muchas madres llegan y no hacen más que llorar en cuanto tienen al bebé en los brazos. En el hospital materno también hay niños que nunca conocerán el rostro de su madre, peleadores, como suele decir un amigo, que no han entrado al mundo con la mejor de las suertes.

 

En tanto, esta, ella, aún no tiene nombre, va dormida.

 

Una ambulancia en lo oscuro, desde dentro, es como una de esas naves de la ciencia-ficción: espacio estrecho e iluminado con ventanas… cuadros prietuzcos por el que las luces de la ciudad difícilmente logren colarse. La luz dentro de la ambulancia, si es de noche, vence a las cien mil y una que en el mundo exterior montan guardia. Pareciera que nada más existe: solo la ambulancia, los asientos, los baches, la inercia… aunque en realidad, la sola percepción de estas poquísimas cosas, nos hablan de que el resto del mundo sigue ahí. Hasta eso se te olvida si son las nueve… y la ambulancia desciende, suave, por las lomas asfaltadas de esta ciudad de famosísima calma.

 

¿Cuál será el nombre con que al fin y al cabo esta niña termine enfrentándose al mundo? Ya lo está haciendo de manera anónima. ¿Qué habrá más de animal, más de esencia, que enfrentarse a todo sin nombre?

 

En Versalles, la dulce Derlín me muestra la sala de neonatología. Los bebés grandes y rollizos contrastan con los delgadísimos prematuros. La doctora me presenta al que, por estos días, reconocen como el niño de la sala, cuyo nombre no podré escribir porque nombre aún tampoco tiene. Su madre ya no está. Es mucho más delgado que el resto, pero en esa delgadez también parece más hombre, más adulto…

 

Debe ser, fabulo, que desde ahora ha tenido que inventar cómo crecerse.

 

***
En el retorno, me siento entre Fernando y Fidel. Ambos son dos tiempos, dos mundos, que se intersecan cuando la ambulancia arranca. Fidel tiene más de cincuenta años, de los cuales 30 han transcurrido con él montado en estos carros. Habla de que el trabajo de emergencia le gusta, que se pasan mil trabajos, que cobra como si solo fuese chofer, pero que “al final… es lo que a uno le apasiona y donde de verdad se siente bien”.

 

“Los paramédicos no son solo choferes –dice Fernando–; tú lo viste a él reanimando junto conmigo hoy por la mañana, pegado al paciente igual que yo, con los mismos riesgos, cargando las mismas camillas”.

 

Si Fidel es la experiencia, el oficio… Fernando es la mirada con hambre de mundo. Pasó sus primeros años de graduado en el cuerpo de guardia de un hospital y, cuando se sintió estancado, buscó la forma de llegar al terreno de la emergencia prehospitalaria. Sin sus años allá, comenta, le habría sido muy difícil encajar aquí, donde ha tenido que aplicar todo lo que aprendió y donde se ha visto obligado a crecerse por esa misma ruta.

 

Fernando tiene necesidades, ansias miles, también está enamorado de lo que hace… “Pero a veces no me veo, a veces no me veo”. Las frustraciones siempre llegan para competir con lo que la gente ama.

 

 

Fernando. Foto: Mario Ernesto Almeida / Cubadebate

 

***
Mientras esperábamos el nacimiento de la niña, pude conversar con la doctora Derlín. Tiene 45 años y es, me atrevo a decir, un ser de luz.

 

De todo un poco hablamos, con intervenciones oportunas de Fernando e Ismaris. De todo un poco –o de todo mucho– sabe la doctora Derlín y conversa con la magna sencillez de quien entreteje su pensamiento en torno a las esencias. Es un privilegio dominar las esencias. Sin ellas es difícil ser digno, ser justo, ser feliz.

 

Es increíble, le digo, cómo en Matanzas parece no pasar nada cuando se va por las calles. La pandemia esconde su basura bajo el tapete de la “normalidad”, del día a día, del mundo que sigue… pero es grande el drama que hay detrás de todo eso.

 

Las conversaciones telefónicas con la familia, los mensajes de whatsapp, la gente haciendo gestiones desde otros barrios, otros municipios, otras provincias y hasta otros países… para que el familiar o el amigo o el familiar del amigo corra la mejor de las suertes.

 

Esos rostros y voces y textos de angustia no los deja ver la calle. La calle nos convierte en nada, en meros átomos que apenas se mueven de allá hasta acullá. La calle nos pone a todos el rostro mismo, la máscara.

 

Recuerdo que, días atrás, en un hospital de campaña del municipio Colón, conocí los ojos y la voz del doctor Jorge Salgueiro González, de no mucho más de 30 años.

 

El Doctor Salgueiro se encontraba dirigiendo la institución hospitalaria y explicó, con la mayor amplitud que pudo, cómo funcionaba aquello. Ya el administrador me había contado sobre los días duros de la enfermedad, esos en que el municipio había tenido más de ochocientos casos, días en que no durmieron para buscarle una cama a cada paciente y que ninguno se quedara en el suelo, días en que se acabó el gas y buscaron carbón y leña y con carbón y leña cocinaron. “Pero nadie, nadie, se nos podía quedar sin comida y sin cama”.

 

Todas estas cosas las dicen hoy con orgullo, cuando las paredes de este ojo de huracán se han alejado, pero no se hablaba con tristeza. Tristeza no: angustia tal vez, responsabilidad, tono serio, pero no triste.

 

Entonces, ¿cuál es la interrogante “mágica” que todo lo quiebra?

 

De tan solo preguntarle al doctor Salgueiro por su familia, se extravió su tono de situación controlada y empezó a llorar. ¿Cuánto valen los espasmos de un médico? Hubo que esperar minutos y cambiar la conversación, hasta que él mismo decidió volver al tema.

 

A pesar de ir todos los días a su casa, no veía prácticamente a su familia. Llegaba a la una, dos, tres de la mañana, cuando ya todos se encontraban durmiendo. Sin embargo, varias veces había llegado, tardísimo igual, y se encontraba con que todos lo estaban esperando y se sentaban en torno suyo para poder cruzar tres jodidas palabras y escuchar, de primera mano, cómo le fue el día. “Es duro”, me había dicho, ya calmado, el médico.

 

“Es duro, sí”, me dijo en voz baja la doctora Derlín al escuchar la historia de Jorge y, cuando le vi los ojos, descubrí que ella también estaba llorando.

 

“Yo vivo al lado de mis padres y, desde que empezó la pandemia, solo entro a esa casa una vez al mes para cambiarle la sonda a mi papá. A mi hijo tampoco puedo abrazarlo como quiero, desde hace más de un año. Lo abrazo por la espalda y le doy besos en la nuca. Es duro, mijo, sí, es duro”.

 

***
“El tipo en el hospital me habló con el corazón en la mano –dice Rubén David–, que sabía que lo de su mujer no era ambulanciable pero que ellos vivían en Guanábana, que ya era de noche y él no tenía un peso en la cartera porque no había cobrado.

 

“Era un obrero, hermano, un trabajador, y si yo le decía que no, en medio del toque de queda, un carro privado los iba ‘asesinar’ con el precio. Lo otro es que se quedaran a dormir ahí mismo hasta mañana. Le dije que terminaran lo que tuvieran que hacer en el hospital y que me esperaran, que yo los iba a llevar”.

 

Son cerca de las once de la noche. Rubén David se encuentra en proceso de baño y alimentación para salir a devolver a esas personas que le pidieron ayuda. Ya lo informó al puesto de mando de la base y recibió autorizo.

 

Estamos en el dormitorio de enfermeros y paramédicos. Rubén David no puede dejar de hablar a gritos la mayor parte de las veces, en superlativo. Ahora se ha formado cierto barullo, polémica, en torno a las decisiones erradas que alguien toma en alguna parte y que en ocasiones ponen en función de urgencias a carros equipados para la emergencia, lo que, de producirse un llamado de esta última, puede provocar que no haya vehículos capacitados para salir.

 

La diferencia entre una ambulancia de urgencias y una de emergencias, parece ínfima, insignificante… pero determina. La primera no tiene ventilador pulmonar; la segunda sí.

 

Ledisvany insiste en que su función no es criticar esas decisiones sino trabajar. Y que en la base todo el mundo sabe que él trabaja como un caballo; que si a la hora que sea le dicen: “para allá”, él se monta en “plátano” y para allá.

 

Sin embargo, Rubén David lo enfrenta y le dice que eso no puede ser así, porque las decisiones cuestan vidas y la emergencia tiene protocolos científicos que hay que respetar.

 

“Pero imagínate, compadre, todo el mundo no sabe de eso y hay gente que no tiene tres dedos de frente”, contraataca benévolo el paramédico.

 

“No, Ledisvany, no. Si no llega a los tres dedos de frente entonces no puede estar aquí. Que trabaje en otra cosa. Al final, la cara la ponemos nosotros. Y tú sabes que si llegas y el paciente está muerto, la gente quiere matar también al de la ambulancia, sin saber si la culpa es de uno.

 

“Yo he llegado y me han estado esperando para irme para arriba, he tenido que formar guapería para que se me despeguen de la puerta; una vez uno me atacó y tuve tirarlo; yo no tengo problemas con eso porque a mí me gusta fajarme, pero quien no, no tiene por qué aguantarlo. Al Volao, que es un tipo noble, una vez le lanzaron un búcaro y por suerte no le dio.

 

“Otro de aquí también llegó a una casa, examinó al paciente, se dio cuenta de que había fallecido y lo informó a los familiares. Entonces, un tipo le puso un cuchillo en el cuello y le dijo que nadie podía morirse. ‘Está bien, está bien’, le respondió él, montó al fallecido en la camilla y lo trajo para el hospital Faustino Pérez. Allí, le dijo al médico: compadre, yo sé que ya falleció, pero tuve que traerlo porque me sacaron un cuchillo. Al rato el médico salió, conversó con los familiares, explicó que se había hecho todo lo posible pero que había pasado lo peor. Entonces, el mismo que le había puesto el cuchillo en el cuello terminó abrazando y agradeciendo al ambulanciero. Pero no hay necesidad…”.

 

Salimos en la ambulancia a buscar a la pareja de Guanábana. El claxon suena varias veces. Rubén David baja y entra al hospital. Se apena al concluir que, al parecer, se fueron en otra cosa. ¿Habrán pagado un taxi? ¿Se habrán ido de favor? La ambulancia avanza lentamente por la carretera central hasta el parque René Fraga, pero no hay rastro.

 

***
Fernando vuelve a llamarme algo pasadas las doce. En el hospital, nacerá otro niño al que habremos de trasladar.

 

Volvemos a transitar los mismos pasillos con la misma cuna y entramos a la misma sala. Esta vez será cesárea.

 

Veré hasta donde la fatiga deje, veré y no habré de olvidar lo visto –el salón no es sitio para periodistas–, buscaré una silla en una sala colindante para recuperar los colores del rostro, pero nada me sorprenderá más que la ternura con que el estudiante sostiene la mano de la paciente y mira a sus ojos, mientras el anestesista le aplica el fármaco por la zona lumbar.

 

A ella, esa mirada se lo está diciendo todo: “Tu niño saldrá bien”, “Tú también saldrás de esta”, “Estás en buenas manos, en las mías…”. El día en que los médicos dejen de preocuparse por transmitir calma, confianza, fe… ese día habrá que empezar todo de nuevo.

 

Nació –también violeta– un varón.

 

Tomado de Cubadebate

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