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Crónica de domingo: Si quieres conocerme, revisa mis gavetas

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Un mando de un video sin pilas, recuerdo de la época cuando mis padres iban a un banco de películas para alquilarme El Rey León. Un tubo de Triamcinolona que perdió la tapa. Unas tijeras de hacer suturas. Unos recibos de pagar la luz de hace cinco años. Un girasol de plástico de un antiguo altar de la Virgen de la Caridad que mi madre armó cuando fui a hacer las pruebas de ingreso. 

La historia de una casa no se conoce a través de los rayones, las cicatrices, las marcas de vacuna de sus paredes, las gotas de cemento que quedaron en las losas cuando se hizo la meseta y que nunca se pudieron quitar, los cadáveres de los insectos muertos en los bombillos. 

Tampoco se puede contar de boca a oído, porque la palabra no basta para describir esos pequeños detalles cotidianos que le dan vida a lo inerte: las veces que el baño se ha tupido, cuando se levanta una ráfaga de viento que cierra la puerta con un estruendo y todos se asustan, los secretos que caben en los 50 centímetros entre una almohada y otra. 

Un almanaque con una propaganda de la cerveza Bucanero Max del 2012. Una foto suelta de la familia en la playa y tu padre con una trusa verde fosforescente. El diploma que te regalaron en aquel concurso de “Sabe más, quien lee más”, cuando acababas de cumplir los 10 años. Un cepillo de dientes que luego de cumplir su servicio sanitario se utilizó para darle betún a los zapatos. 

Para conocer la verdadera naturaleza de un hogar en sus nimios detalles, debes revisar sus gavetas. Guardamos todo lo que tememos que se nos pierda: espejuelos, la esperanza, el amanecer del día próximo. Allí también de a poco se acumula todo aquello que damos por inservible pero que no sabemos si lo necesitaremos en el futuro; aunque aquí, como no sabemos qué se extraviará de los mercados (negro y el más negro aún), la palabra inservible parece un eufemismo. Probablemente en un punto nos hará falta para remendarnos, para zurcirnos, para limpiar las heridas del olvido. 

Un blumer viejo, “desbembado”, que se usó como plumero durante una década hasta que apareció un short con manchas de pintura y rajado entre las piernas. Una caja donde están barajados blísteres y blísteres de pastillas: para dormir, contra la urticaria, para cuando te estreses; todas vencidas, todas te las tomarás sin ver la fecha de expiración, porque algo es mejor que nada. Un álbum con sellos de Japón y Australia de cuando eras filatélico y también cartas donde los australianos y japoneses me escribían: “Quisiera conocer tu país”, y quería contestarles: “Yo también”, pero para qué hablar de imposibles.

Gavetas de la mesita de noche, del closet, de la cómoda, del estante de la cocina, del pecho que abres para buscar los pedazos que te faltan. Gavetas de los blúmeres y los tacasillos, de las pastillas, de los objetos de ferretería, de los papeles importantes, propiedades, títulos del bachillerato y la universidad, las cartas de amor que nunca leíste por despecho. 

Como mismo las diferentes capas de la tierra relatan el devenir de esos que caminaron por encima de ella, en las gavetas se superponen estratos y estratos que narran las diferentes fases que atraviesa cualquier familia: el nacimiento de los hijos, el divorcio, la reconciliación, la bodas de acero níquel, la inexorable vejez. Conforman una bitácora. De vez en cuando uno se cree un arqueólogo y se sumerge en ellas para recordar de dónde viene y todo lo que ha sobrevivido. 

Una cajita que funciona como joyero para guardar tus prendas de oro fantasía. Una jeringuilla usada aún con manchas de sangre en la punta. Una postal por el Día de las Madres en cuya dedicatoria escribiste: “Te quiero a ti, pero odio tu arroz amarillo”, una caja de preservativos que se echaron a perder cuando publicaron los Lineamientos, un montón de esperanzas y un poco de pelusa.

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