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¿Cuánto cuesta un buen trato?

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¿Cuánto cuesta un buen trato?

O “¡cuánto cuesta un buen trato!”, podríamos exclamar. Una de mis aspiraciones inmediatas cada vez que entro a una institución pública es experimentar respeto, al menos equivalente al que muestro. A veces lo consigo. Además, de ser posible, espero que dicha cortesía se extienda a cualquiera de mis semejantes, sin preferencias de ninguna clase.

No obstante, hace ya algunos años fui objeto de favoritismo, por parte de una trabajadora en cierta entidad, y les aseguro que el sentir resultante fue sumamente agrio. Bastó con que alguien de pasada me saludara, mencionando mi profesión en lugar de mi nombre, para que mi interlocutora, como por arte de magia, accediera a facilitarme el trámite.

Así obtuve un trato digno, a cambio de mi desazón absoluta. La ironía del asunto radica en que, minutos antes de saber a qué me dedicaba, el comportamiento de aquella mujer era despectivo y radicalmente opuesto a la melosidad posterior con que me untó. Su pánico a salir criticada en una publicación debía ser tal que hasta un innecesario beso en el cachete me propinó y, desde ese día, confirmé mi alergia a las adulaciones.

Con el caso anterior, del cual ha transcurrido demasiado tiempo, no pretendo tanto generar una tardía denuncia como una oportuna reflexión: ¿hasta qué punto es preciso ser un actor social, desconocido, reconocido o temido, para recibir la buena atención que debe primar en todo establecimiento, organismo o escenario de intercambio popular?

Durante el auge de la covid-19, rememoro, fue común que en colas largas y tensas se diera prioridad a trabajadores del sector de la Salud. Eso, motivado muy a menudo por la mayoría de los presentes, sin mediación de edictos previos, fue un actuar genuino y justo. Y ningún dependiente podía maltratar a un cliente de bata blanca sin despertar rechazo a su alrededor.

El extremo opuesto de dicha situación se manifiesta desde que, haciendo abuso de su autoridad en ciertos ámbitos, alguien llega y exige miramientos diferenciados. Como si la recepción donde se halla, o la oficina, el consultorio, el simple mostrador, fuesen de pronto una prolongación de su escenario habitual de poder.

La problemática se acrecienta cuando, de manera circular y viciosa, los ventajistas obtienen lo que quieren y no son ellos los que se llevan a casa una mala cara, una indicación desganada, un disgusto. Campará a sus anchas esta clase de indulgentes mientras también los haya, de menor escalafón social, dispuestos a seguirles el juego.

Aun así, reitero que no menos lamentable es la actitud de infinitos “favorecidos”, acostumbrados más a la caricia que al zarpazo. Son quienes, mientras les dure su ocupación o un puesto de determinada jerarquía en el orden social, hacen de su aval una penosa tarjeta de presentación, cuya agitación en las narices de otros raya en la ostentación más indigna.

Por eso me complació tanto cuando presencié, una vez en una secretaría, que a un directivo se le indicaba aguardar su turno para atender la gestión que le impelía, con la misma educación y paciencia que al resto del público. A pesar de la mal disimulada insistencia en sus importantísimas funciones empresariales, cada intento de ser mimado por las trabajadoras le hacía más y más invisible dentro de la multitud a la que luchaba por burlar.

Claro está que aborrezco sentirme olvidado en una sala de espera, y que las posibilidades de que me atiendan con gruñidos siempre estarán ahí, pero prefiero eso a valerme de mi carrera, a amenazar con una exposición pública, a presumir de poderes que solo penden del azar y del momento histórico. Me siento más cómodo desde la barrera de los desconocidos, y, como decía al inicio, en ocasiones salgo recompensado.

Aquella tarde en su centro de trabajo, compañera, quedó usted bien con mi profesión, no conmigo.

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