El personaje que responde al sobrenombre de Guachi lo conocí accidentalmente allá por los años 80-90. Contaría él alrededor de 60 y tantos años de edad, pero se conservaba bien físicamente.

Siempre bien vestido, con prendas preferiblemente claras. Era de baja estatura, de tez blanca, nariz aguileña, sonrisa pícara y ojos azules, siempre atentos a lo que se movía a su alrededor.

Los seres humanos, desde que hacemos uso de la razón, nos hemos preocupado por nombrar las cosas. Calificamos de una u otra forma objetos, procesos, situaciones. El lenguaje es una manera de construir la realidad y de etiquetar a las personas. 

A veces, incluso de manera inconsciente y sobre todo en los grupos escolares, laborales y hasta en el barrio, solemos poner calificativos que no siempre son los más afortunados y de un momento a otro María, suele perder su nombre y ser “la carnicera”; Roberto, “el prietecito de la moto”, y así se engrosa la lista con “el bofe”, “el gordito de la última mesa”, la “rarita”, “el que tiene su problema”, “el bruto”, “la polilla”, “la inteligente”… 

Si quieres estar conmigo, cómprarme un delfín, como dice la canción de reparto, o,  por lo menos, llévame al delfinario. Quiero mi foto con Flipper. Sin embargo, ni jugando puedes vivir en un reparto. Tanta arquitectura soviética me mata las ganas. 

Si quieres estar conmigo, necesito que tengas una planta eléctrica, para que cuando se vaya la luz en el barrio, nuestro nido de amor parezca Las Vegas. No hablo de las vegas de tabaco de Pinar del Río, aunque un Cohíba ahora, si puedes conseguirlo, me vendría muy bien. Y, por supuesto, lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas, que no es lo mismo que lo que ocurre en un reparto. En un reparto todos se enteran de lo que ocurre en un reparto.