A veces, incluso de manera inconsciente y sobre todo en los grupos escolares, laborales y hasta en el barrio, solemos poner calificativos que no siempre son los más afortunados y de un momento a otro María, suele perder su nombre y ser “la carnicera”; Roberto, “el prietecito de la moto”, y así se engrosa la lista con “el bofe”, “el gordito de la última mesa”, la “rarita”, “el que tiene su problema”, “el bruto”, “la polilla”, “la inteligente”…
Si quieres estar conmigo, necesito que tengas una planta eléctrica, para que cuando se vaya la luz en el barrio, nuestro nido de amor parezca Las Vegas. No hablo de las vegas de tabaco de Pinar del Río, aunque un Cohíba ahora, si puedes conseguirlo, me vendría muy bien. Y, por supuesto, lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas, que no es lo mismo que lo que ocurre en un reparto. En un reparto todos se enteran de lo que ocurre en un reparto.
Hace algunos años leí un artículo de nuestra prensa que enumeraba razones por las que sentir el orgullo de ser cubanos. Ahí, entre diversos criterios que me convencían, me chocó de pronto uno por la superficialidad con que se insertaba.
El autor se refería, entre las muchas características positivas de este pueblo, a una en concreto, de esas que «se extrañan en la lejanía», parafraseando: el cliché de la viejita vecina chismosa.
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