Destrucción ocasionada por el sabotaje pudo ser constatada por los peritos al analizar los retos de la aeronave hallados en el mar. Foto: Archivo de Granma

¿Qué poder le otorga a un hombre el derecho de asesinar a otros? ¿Con qué facilidad pueden extirparse la conciencia y la moral?

Rayando el mediodía, cerca de las costas de Barbados se escucha estallar una bomba. En el aire se incendia una nave de Cubana de Aviación. Después de unos cinco minutos de horror, entre humo y brasas de fuego, detona un segundo explosivo.

Del mar emerge –chamuscado, herido, inerte– el cuerpo de una niña de nueve años. En el equipaje de mano de su abuela habían colocado la bomba que voló en la cabina de pasajeros del dc-8, en el que perdieron la vida 57 cubanos, 11 guyaneses y cinco coreanos.

El asiento del capitán, espadas de los jóvenes campeones del equipo nacional de Esgrima de la Mayor de las Antillas, algunos maletines y cuerpos despedazados quedaron como testimonio del crimen. El mar se tragó abrazos y besos, sueños y éxitos que nunca se cumplieron.

La miseria de hombres sin alma mutiló a decenas de familias. Casi cinco décadas después resuenan en este pueblo los ecos de un dolor que se eternizó. Mientras tanto, los culpables mueren de vejez, aupados por los gobiernos de Estados Unidos.

Con desmedida hipocresía, los mismos que callaron el monstruoso acto inscriben a Cuba como patrocinadora del terrorismo. ¿Y La Coubre, Girón, el incendio en El Encanto, la serie de bombas en hoteles de La Habana? ¿O la Embajada cubana en la propia ciudad de Washington, víctima del odio, golpeada por un fusil automático y, hace unos días, por dos cocteles molotov? ¿Acaso no bastan los más de 60 años de un bloqueo que persigue matar para que el Gobierno de Estados Unidos encabece esa lista? (Por: Laura Mercedes Giráldez)