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El Cinematógrafo: Todo a la vez en todas partes

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Fallida es la experiencia de Todo a la vez en todas partes, uno de los errores que la industria del cine ha cometido en los últimos años.

Ficha técnica:

Título original: Everything Everywhere All At Once

Año: 2022

Nacionalidad: Estados Unidos

Direccción: Daniel Kwan, Daniel Scheinert

Guión: Daniel Kwan, Daniel Scheinert

Fotografía: Larkin Seiple

Música: Son Lux

Reparto: Michelle Yeoh, Jonathan Ke Quan, Stephanie Hsu, James Hong, Jamie Lee Curtis

Cuando se admira el portento físico y actoral que supone Michelle Yeoh, que es de las más interesantes chicas Bond de las que tengo recuerdo y una de las coprotagonistas que mejor he visto dar la talla a estrellas masculinas, y desde que al lado de Jackie Chan, Pierce Brosnan o Chow Yun-Fat nos pareció lo suficientemente capaz de conducir sus propias sagas de patadas, puñetazos y mirada cautivadora, la idea anticipada de Todo a la vez en todas partes parecería idónea para sellar su carrera y sumarla al podio de íconos de segunda mano coronados con una obra maestra a su medida, sin renunciar al pasado: es el caso de Pam Grier en Jackie Brown (1997, Quentin Tarantino); de Jean-Claude Van Damme en JCVD (2008, Mabrouk El-Mechri); de Mickey Rourke en El luchador (2008, Darren Aronofsky); penosamente, no es el caso de Yeoh aquí, y no por falta de talento o de identificación con su rol.

Ni los productos más caóticos de los 60, como Las tribulaciones de un chino en China (1965, Philippe de Broca) o la multidirigida Casino Royale (1966), facilitan una idea de cuán mareante y fallida es la experiencia de Todo a la vez en todas partes, uno de los errores más monumentales que la industria ha cometido en los últimos años. Mezcla de un spot de buena voluntad que se estira en una duración mayor de la necesaria con un catálogo de empalagos políticamente correctos, cuya trama se me hace tan enrevesada como banal y tanto me cuesta seguirla y disfrutarla, cuyo estilo brilla por su ausencia y se ve suplido por la debacle técnico-semántica más grave en mi memoria reciente de películas.

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Los Daniels, de los que salvo un par de escenas desconozco Un cadáver para sobrevivir (2016), su anterior largometraje, aplican la multiversalidad en esta historia de base sencilla y cotidiana, compleja en su desarrollo, de una forma que no encuentro adecuada; asimismo, pasan por alto la importancia de una solidez argumental que posibilite extender el interés por los personajes y sus conflictos más allá del plot esencial, por lo que su producto deriva en digresiones de escaso atractivo y los arropamientos tecnológicos, como el traje de seda del emperador desnudo, no consiguen fortalecer el débil planteamiento que sustenta la narración, tan débil que acaba siendo explicitado en frases ñoñas al estilo “Hay que ser buenas personas”.

Hasta en delirios filmados donde todo es posible, en comedias como La fiera de mi niña (1939) y Su juego favorito (1964), de Hawks, o La fiesta inolvidable (1968, Blake Edwards), en fantasía como La historia interminable (1984, Wolfgang Petersen) y ciencia ficción como Matrix (1999, Wachowski); hasta en momentos tan temerarios y emocionantes del cine como el sueño de Recuerda (1945, Alfred Hitchcock), la estructuración narrativa de Memento (2000, Christopher Nolan) o los adelantos y retrocesos espaciales temporales de Park Chan-wook en Decision to Leave (2022); hasta en exponentes igual de alocados o, más bien, desafiantes respecto a los cánones tradicionales, resulta siempre necesaria la primacía del orden: la voz del director, como responsable mayor de la transmisión de imágenes al público, imponiéndose a la del soñador sentado en su silla, esa fierecilla domada a la que hay que aplacar en sus tentativas de romper con lo precedente y de pasar por alto que, a veces, contar bien una historia es más difícil que jugar a reinventar el cine.

No todo el mundo tiene la capacidad de Welles, aunque tampoco hay que limitarse a lo enseñado por Griffith: en el camino hay muchas fuentes de inspiración para crear de diversas formas y obtener incluso elipsis tan sublimes como las de Excalibur (1981, John Boorman), impensables en una película de simple entretenimiento. Otros rozan la genialidad un par de veces, o quizás sólo una, y el resto del tiempo aspiran a repetirse; es lo que sucede con los Wachowski, tan mal imitados en Todo a la vez en todas partes y reivindicados sin venir a cuento, absurda coincidencia multiversal, por esta zafia copia en clave buenista que expone lo irreplicable de la primera Matrix a dos décadas de su salida a nuestro mundo, en el cual escribo por más que en otro quisiera escribir buenos guiones, y en otro filmar sin entorpecer la atención de quien acudirá a mi estreno.

Confío en que, en alguna realidad paralela, Todo a la vez en todas partes sea lo conmovedora, entretenida y brillante que, en mi realidad, no llegó a ser.

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