En cierto modo lo era, pero en un sentido simbólico que mi imaginativa y salgariana mente infantil se resistía a procesar.
Siempre bien vestido, con prendas preferiblemente claras. Era de baja estatura, de tez blanca, nariz aguileña, sonrisa pícara y ojos azules, siempre atentos a lo que se movía a su alrededor.
A veces, incluso de manera inconsciente y sobre todo en los grupos escolares, laborales y hasta en el barrio, solemos poner calificativos que no siempre son los más afortunados y de un momento a otro María, suele perder su nombre y ser “la carnicera”; Roberto, “el prietecito de la moto”, y así se engrosa la lista con “el bofe”, “el gordito de la última mesa”, la “rarita”, “el que tiene su problema”, “el bruto”, “la polilla”, “la inteligente”…