Mucho se hablaba aún de la ingratitud del monte, de la piel llagada, el poco alimento y aquella sed inolvidable que obligaba al delirio. No habían sido borradas ni la muerte, con su olor a sangre y azar, ni la hamaca solitaria, ni los campos de caña arrasados por el fuego.
La culpa no es de la vaca
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