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Entre el olvido y el recuerdo, este puente nuestro

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Avanzan las manos sobre la baranda de hierro forjado, y excita la piel la brisa que escapa del Valle de Yumurí hacia la bahía de Matanzas. Estamos sobre esta armazón de la que nadie recordó el cumpleaños y que, por paradoja, es recuerdo arraigado.

 

Los vecinos de la ciudad transitan hoy sobre el puente que inauguraron el 3 de noviembre de 1878, y parece que aún saludan a las damas de abanico y los señores de levita que pasean en quitrines y volantas.

 

Aquel día, una diana tempranera despertó a todos en la alborada, y la banda de la guarnición española, aún presente en Cuba, regaló música por las calles. En las ventanas y balcones se repetían cortinajes rojos, que se estremecieron con el cañonazo lanzado desde el Castillo de San Severino, para anunciar la llegada del Capitán General Arsenio Martínez Campos, al frente entonces de la colonia que fue nuestro país.

 

A las nueve y media comenzó la ceremonia litúrgica para bendecir este enlace por sobre el río Yumurí. A las cinco quedaba inaugurado, y en la noche caprichosos juegos de luces de gas acompañaron el banquete central, el baile palaciego de gala y los castillos de fuegos artificiales que ardieron ante los vecinos en el desaparecido parque Cervantes.

 

 

También los cabildos de negros rondaron los barrios para celebrar este primer puente de hierro. Los anteriores, de madera, fueron destrozados una y otra vez por la corriente y los huracanes. Este, dijeron, no tendría fin.

 

Al arquitecto español Don Celestino del Pandal se debe esta obra. Mucho luchó desde que le solicitaron el primer proyecto, porque pretendían una vía utilitaria e intentaron suprimir las columnas y candelabros que lo adornan, y reducir su anchura. Defendieron los recortes en su presupuesto, pero Del Pandal impuso su paciencia y ejecutó brillantemente la obra. Como la razón con él andaba, venció la belleza. Aquí dejó su talento, y aunque no fue en oro la recompensa, tiene la de perpetuar su apellido junto a esta estructura que rebasa los siglos.  

 

 

Diseñado para coches y volantas, mantuvo el enrejado a los pies de los peatones. Es cómodo, sólido, elegante, aunque ya muy insuficiente para los vehículos que circulan por la ciudad, y para los que transitan entre la capital del país, la mágica ciudad de La Habana, y el principal polo turístico cubano, Varadero.

 

La Concordia fue su primer nombre, por la reciente Paz del Zanjón, pactada entre la Metrópoli y un grupo de insurrectos cubanos. Tal tregua fue impugnada por los mambises, comandados por el Titán de Bronce, Antonio Maceo y Grajales, y la lucha por la independencia del país continuó. Luego de la victoria cubana, fue rebautizado para recordar a un patriota: General José Lacret Morlot.

 

El 3 de noviembre de 1878 hubo misa a las nueve de la mañana, por ser el Día de San Carlos Borromeo, santo patrono de la ciudad. A las cinco fue la procesión, y en la noche la representación teatral anunciada para el Casino Español y el baile de etiqueta. Al día siguiente continuó la fiesta, modesta entre los chinos y negros que ajustaron cada pieza, fastuosa entre la reducida corte provinciana. Sobre otro río citadino, el San Juan, hubo paseos en góndola, y una velada dedicada a las composiciones de dos poetas matanceros: José Jacinto Milanés y Miguel Teurbe Tolón.

 

El puente se inició el primero de setiembre de 1875, y se emplearon 202 semanas, exactamente mil 414 días, y más de 175 mil pesos en oro. En las tertulias matanceras se auguraba la eternidad de la obra.

 

El río fluye apacible. Aún somos capaces de ver la sangre del esclavo en cada piedra y soporte del puente, y en cada piedra el empeño del español noble que amó esta tierra y la adoptó como suya. Su sencillez se ha perpetuado en el corazón matancero, y se rinde culto a las columnas que pudieron no ser, y se veneran como símbolo de la ciudad que amamos.

 

 

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