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Un amor nuevo renace cada día

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Hace once años descubrí el lugar que sería mi casa. Entonces no lo sabía, aspiraba a vivir en otro sitio. La vida y el encanto del edificio, de la gente que ya lo habitaba y de los que en algún momento lo moraron, el inmenso caudal de oportunidades que encontré me llenaron los ojos y el alma.

¡Once años! Entre la vorágine feroz del implacable nunca había calculado cuánto tiempo me separaba de aquellas fechas cuando llegué joven, desconocedora de todo cuanto ofrecía el mundo que se abría ante mí, pero ansiosa por conquistar nuevos horizontes. ¡Once años! ¡Cuán distantes me parecen aquellos días! Pero, entonces, aún no era mi casa.

Seguí visitando el edificio, conociéndolo a fondo, reconociéndolo reposadamente. La magia surgió poco a poco, como el añejamiento de un buen vino, que no puede apresurarse porque se destruye la esencia de la bebida.

Eran otros tiempos, vivíamos un poco más lento y me di el lujo de explorar con calma cada rincón, de experimentar nuevos placeres. La pasión me impulsaba cada día al regreso. Para entonces, ya habíamos conectado de una manera extraordinaria estas paredes y yo.

Pasaron tres años y para satisfacción mía, no sin pocos tropiezos y lágrimas, este se convirtió en el lugar que me acogió como si siempre hubiera estado aquí, como si yo perteneciera a él desde siempre.

Mi casa cumple hoy 62 años. Hace tres que yo estoy lejos de ella, gracias al milagro de la maternidad; pero mil 95 días es mucho tiempo, demasiado tiempo para separarse de las cosas que uno ama, de la gente que uno quiere, de lo que día a día te apasiona.

Tres años es mucho tiempo para estar lejos del hogar, de la familia, de los amigos, tanto que nunca he podido desprenderme completamente. A pesar de las preocupaciones que atormentan a una madre primeriza, del cansancio por las horas de desvelo, de las interminables responsabilidades que se asocian al hecho de ser padres de dos niñas pequeñas, de alguna forma he sentido que ese lazo nunca se fraccionó, nunca se debilitó. Todo lo contrario.

Es que aquí, en esta emisora, encontré lo que le faltaba a mi alma aventurera para enamorarse: el motivo cada día para reinventarme, los nervios que no abandonan por muchos años que transcurran, el sitio de crecimiento individual y profesional, experiencias, buenas, regulares y malas, que enseñan por igual sobre lo que realmente es valioso en nuestra corta y fugaz existencia.

Cuando regresé a mi casa encontré las caras de siempre, tal vez con cabelleras más encanecidas, hallé sonrisas nuevas y rostros menos risueños. Tres años, una pandemia atroz y las preocupaciones que compartimos todos pueden bordar un camino de sinsabores y pérdidas capaz de demoler las más férreas voluntades.

Pero no, aquí estaba mi gente de siempre, y personas que se han sumado a la aventura de hacer radio sorteando terrenos pedregosos, aprendiendo de las piedras del camino cada día para hacerlo mejor la próxima vez, sin perder el brillo en los ojos y la juventud del espíritu, la capacidad de reencontrarse con el nuevo amor en cada cita.

A la luz de estos once años, Radio 26 me ha regalado algunos de los mejores y los más difíciles momentos de mi vida; me ha conducido por el camino más largo para aprehender lo que significa un medio poderoso como este y el sacrificio y la pasión que entrañan asumirlo.

La emisora de mi corazón, de nuestros corazones, me enamoró desde el primer momento, aun cuando no pensé que este sería el camino que mis pasos aprenderían de memoria y, lo más importante, me abrazó y sembró un amor tan cálido, tan tierno y tan espinoso a la vez que ha echado raíces que difícilmente serán extirpadas algún día.

Radio 26 es la casa que me abrió sus puertas intempestivamente cuando casi era una niña y se ha convertido en el hogar que, once años después, nunca pretendo abandonar.

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