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Pensamientos que deben emigrar

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No hace mucho pude presenciar y hasta participar en un debate de contexto académico. Ciertos temas, por más que uno pretenda abstraerse y el final del turno esté cerca, tienen la súbita capacidad de espabilarnos y lanzarnos a la barricada en defensa de una opinión. La emigración es uno de ellos, particularmente doloroso y personal para todos, más cuando se utiliza para un análisis contraproducente y superficial.

«¿Dicho fenómeno es una prueba más de la pérdida de valores en la sociedad cubana actual?» Diplomantes y profesor discutían durante aquel intercambio, en cuya resolución quedó claro que entre los unos y el otro no nos pondríamos de acuerdo. No obstante, desde entonces siento que una acalorada intervención no fue suficiente para mitigar el cúmulo de sensaciones que me asaltaron esa mañana; hubiera necesitado, como hoy, plasmar por escrito las razones de por qué mi respuesta a tal interrogante fue “No”.

Un “No” de los más directos y seguros que han salido de mi boca, quizá porque, antes de pensar en las justificaciones que esgrimiría, más alto que yo hablaron mi admiración ante la complejidad de ciertas decisiones y la convicción de que no es válido simplificar el mundo con un término generalizado. En fin, todo lo estremecedor que conlleva sentir empatía hacia ese migrante que se lleva consigo una parte de ti, de su tierra.

Causas muy diversas abundan a este respecto (de carácter económico, práctico, ideológico, sentimental), pero “pérdida de valores” me suena a comportamientos inmorales en variedad de escenarios, a falta de solidaridad, a degradación del patriotismo, incluso, al abandono injustificado de familiares (en muchos casos envejecidos), etc. Aun así, por más que esos rasgos puedan exportarse de una latitud a otra como una carga más para el equipaje de cualquier ser humano, me niego a concebir la emigración, con sus motivos y consecuencias, como la expresión de un valor perdido.

De hecho, considero que el mayor crítico de un migrante, su principal objetor de conciencia, es él mismo. Numerosas conversaciones en persona o a través de un dispositivo electrónico y cartas, así como abrazos en mutis y explicaciones agolpadas en el nudo de la garganta, me bastan para valorar el sacrificio que a gran parte de ellos le supone saber que de un día para otro su destino dará ese giro radical de 180 grados. No necesito más para entender que dar la espalda a una pista de aterrizaje no es lo mismo que dársela a un país, a un pasado tan tuyo que nadie imagina lo que te hace sentir, y menos a esos que te propones ayudar bajo horarios intempestivos de trabajo mientras aprendes a musitar el idioma.

Una persona ante tal vivencia se enfrenta, en el más benevolente de los casos, a un choque cultural e idiosincrático tan significativo que, solo por eso, conviene no apresurar recelos sobre su calidad humana, sometida al desafío diario de un clima, una sociedad y un ritmo de vida tan nuevos como desafiantes.

Es cierto que no todos asumen la responsabilidad que juraron mantener, que el acomodo cambia mentalidades y llega a acallar sentimientos, que hasta los distantes sollozos de quien te extraña pueden ser desoídos bajo la melodía del supermercado habitual.

En cambio, cuando el dolor se deja a un lado, o más bien se intenta dejar a un lado, y analizamos el fenómeno de la migración haciendo acopio de un poco de inteligencia y sensibilidad, notamos que no necesariamente tiene que ver la búsqueda de mayores posibilidades económicas con una ambición desmedida e insaciable, ni la distancia con el olvido, ni la llegada a un nuevo ámbito con la automática adopción de otros principios.

Lejos de nuestro suelo sobran cubanos de una altísima moral, de una dignidad intachable, pese a lo adverso de diversas circunstancias. Sin ir más lejos, entre mis contactos guardo una porción mínima de ellos, la que para bien o para mal me corresponde por ley de vida hasta el día de hoy. A los que no tenemos en nuestra mano la capacidad de frenar tan triste fenómeno solo nos queda, cuanto menos, respetar las decisiones de sus protagonistas, la añoranza de sus secundarios y aceptar el rol de espectadores sin prejuicios ni generalizaciones.

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