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Yo, tripulante de la Amistad

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Aquella mañana de primavera en que abordé la Amistad, asido a una baranda más por obligación de las maestras que por temor a tropezar y caer al agua desde la segura pasarela, de veras me creía estar pisando suelo rebelde, maderamen de amotinados, una goleta más libre que sus velas al viento.

En cierto modo lo era, pero en un sentido simbólico que mi imaginativa y salgariana mente infantil se resistía a procesar.

Sí, podía ser muy lector y merecedor de los suficientes méritos estudiantiles como para formar parte del grupo seleccionado de la primaria Seguidores de Camilo y Che que allí estaba, pero el término “réplica de la original” escapaba a mi vocabulario de entonces.

Aquellas palabras no echaban ancla en mi cabeza, ocupada como estaba en gozar del momento, hasta que algún compañero de clase más espabilado me aclaró, a mí entre tantos otros sordos de fascinación, que ese velero no era más que una copia de aquel cuya historia nos compartía afablemente el capitán William Pinkeny.

Contaba el viejo, de negra piel curtida y español bastante bien masticado, una epopeya libertaria tan atípica y distinta que yo solo podía imaginarla en forma de película. No muchos años después, surcando Wikipedia, descubrí que un señor llamado Steven Spielberg había “replicado” mis pensamientos, y en plena adolescencia la televisión me hizo testigo de su Amistad. Recuerdo la mía como mucho más emocionante.

¿Por qué ameritaba una embarcación decimonónica ser duplicada y visitada por esa boquiabierta delegación de niños, de acuerdo a los propósitos de fraternidad entre nuestro país y Estados Unidos que aducían sus foráneos tripulantes y nuestro claustro? ¿Qué caprichos del destino justificaban su construcción y escala en la bahía de Matanzas? 

Básicamente, la respuesta son los hechos que hicieron famoso a Joseph Cinqué, un esclavo que se negó a serlo antes de echarse al hombro el primer bulto de caña y cuyo nombre conocimos al unísono una quincena de colegiales yumurinos.

Quién sabe si Cinqué determinó su resistencia desde que le secuestraron en tierras de la actual Sierra Leona, o durante la ilegal travesía que le impusieron a él y a muchos compañeros de infortunio unos negreros portugueses, en vulneración de tratados internacionales al respecto. Para nosotros, pequeños al abordaje de la más memorable actividad extraescolar jamás vivida, lo mejor de la historia fue el momento de la acción.

¡Chácata, chácata…! Un par de flashazos me cegaron la vista mientras me desviaba del grupo, aunque con las orejas bien paradas. Desde el interior, a través de una escotilla, un fotógrafo me habló en el idioma internacional de la sonrisa y yo le respondí con un saludo de pulgar. Actualmente, me siento orgulloso de figurar en algún rincón del cuaderno de bitácora (digo, si en los diarios de a bordo se admiten fotos), luciendo el suetercito negro que llevaba por si hacía frío y las piernas, por entonces lampiñas, totalmente erizadas y veladas de salitre donde el short reglamentario no alcanzaba a cubrirlas.

amistad
Sobre la réplica de la legendaria embarcación tuvo lugar aquel encuentro cordial, entre alumnos matanceros de primaria y los actuales portadores del emblema Amistad. (Foto: Tomada de Internet)

Por unos segundos me perdí de la narración, pues, si ya la sola visita supondría uno de los episodios históricos de mi vida, aquellas instantáneas cobraron un súbito sentido similar. Caí en la cuenta de que el joven tras la cámara ocupaba posiblemente el mismo espacio, en otro tiempo y otro barco, que sus ancestros procedentes del África, pero sonreía y fotografiaba como un hombre libre. Se parapetaba a la sombra en busca de un buen contrapicado, no bajo el inhumano veto de la luz del sol.

Bien; como seguía diciendo el capitán, en la bulliciosa ciudad de La Habana fueron vendidos los cautivos a dos comerciantes españoles, y entonces trasladados a la goleta mercante Amistad. Rumbo a Puerto Príncipe, tras un desencadenamiento en todos los sentidos y con menos muertes de las que cabría suponer en una anécdota salida de tan funesto contexto, la turba africana se hizo con el control del navío.

Cinqué y los suyos ya habían tenido suficiente. La incertidumbre, la humillación, las amenazas de muerte, el roce de las cadenas en muñecas y tobillos… acabaron al son de un grito colectivo de libertad que ahogó su eco entre las olas. La historia de la humanidad daba un vuelco mucho anterior a las aboliciones firmadas, porque esa noche las razas revertían su dominio en 40 metros de eslora, con el Caribe como testigo.

En un desesperado intento por salvar la vida, los españoles prometieron a los rebeldes devolverlos a su continente de origen. Como parte de una operación de engaño. Invirtiendo su palabra de honor en un falso rumbo al Este, la Amistad fue avistada varias veces en dirección al Norte. “¿Pero cómo se atrevieron a fiarse de esos esclavistas?”, pensó el niño penetrante que yo era, el que todos hemos sido cuando nos fascinan con un cuento.

A casi una milla de la neoyorkina Long Island, oficiales norteamericanos interceptaron la goleta y condujeron a sus ocupantes al Estado de Connecticut. Allí, con la intervención de políticos justos, el abolicionismo cobró una de sus primeras cartas de ciudadanía con la condición de hombres libres atribuida a esos africanos.

En su filme, Spielberg hizo una delicia con este pasaje, pero no mejor que Pinkeny al hablarnos al pie de un mástil. ¡Qué insuficiente es esta historia sin el placer museable de observarla a distancia corta, de acariciar sus batayolas mientras asomas la cabeza sobre el borde, de aferrarte a su aparejo en recorrido circular de popa a proa!

Cuando a media mañana el sol se proyectó más cálido sobre el puerto, noté que había cometido el error de llevar el suéter debajo de la camisa reglamentaria del uniforme, y me daba pena descamisarme para corregir el vestuario. El cuello sobresaliente a lo Beatle me hacía sudar, pese al constante influjo de la brisa, de modo que acabé atribuyendo el ligero sofoco a la propia conmoción de lo vivido.

Look: Chicago… Aquí dice Chicago. I am… Yo soy de Chicago”, recuerdo que dijo contento el capitán, señalando el abrigo de una alumna, poco antes de nuestro regreso a tierra firme.

Abandonamos la nave en una fila india más cabizbaja que la que habíamos formado para subir a ella, y no precisamente por miedo al traspiés y al chapuzón desde la pasarela. Algo notaron seguro las maestras, ya que intentaron animarnos con una visita al castillo de San Severino que había planificada en continuidad.

La sensación de libertad que tuvimos duró muy poco. Aquella, nuestra Amistad, nos duró demasiado poco. En la noche partiría con destino a La Habana y, quién sabe, tal vez con un niño saludando a cámara en el diario de a bordo; flaco, alto y trigueño; con la mirada de un polizón frustrado.

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