A los 15 años no había entendido muy bien qué era el amor. A los 30 no es que lo comprenda mejor, pero de tanto ridículo estoy un poco más curtido. La primera vez que me senté con una muchacha a solas -en una escalera de la Vocacional– para intentar conquistarla, temblaba tanto que debí aguantarme una mano con la otra para que ella no pensara que padecía un ataque de epilepsia, y en vez de terminar en un beso con lengua lo hiciéramos en el policlínico.