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Crónicas citadinas: El hombre del dedo tieso

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Varias décadas atrás se paraba un hombre de traje en la calzada de Tirry –de espaldas a la dulcería La Francesa y frente a la Casa Municipal de Cultura Bonifacio Byrne–, cuya peculiaridad era mantener extendida su mano izquierda con la palma hacia arriba, y el brazo derecho doblado, con el puño cerrado, exceptuando el dedo mayor de todos, que lo mantenía tieso, inamovible.

Recién me contaba un amigo que el individuo hacía estancia años atrás en el Parque de la Libertad. Era alto, mulato, fuerte, de rostro apacible y mirada siempre fija en el cielo, sin reparar en quienes se detenían a observarle y, curiosos al fin por saber qué le llamaba tanto la atención, también alzaban la vista.

No, ese hombre no solicitaba limosna, en tanto su dedo central derecho se mantenía erguido, cual faro de costa. Sin embargo, ese gesto no era insolente ni representaba una intención grosera.

Hubo momentos en que varios paseantes o compradores de dulces se congregaban a su alrededor, dada la alta afluencia de personas que asistían a La Francesa en pos de las elaboraciones del maestro dulcero, que se llamaba Miguel: tarros de crema o natilla, señoritas, pasteles (coco, guayaba, frutabomba), panqué, polvorín –con un punto de mermelada de guayaba en su centro–, boca-abierta (merengue entre dos tapas de panqué, unidas en un punto), marquesitas, brazo gitano, capuchino, panetela (seca o mojada con almíbar), yema (muy solicitada en determinadas festividades) y una amplia gama de dulces finos.

El hombre del traje y el dedo incansable jamás habló con nadie, ni tan siquiera miraba a quienes se le aproximaban.

Imposible saber por qué derroteros andaba su mente. Desde luego que él también consumía dulces en ese establecimiento, el mejor de su tipo en toda la ciudad. Incluso, algunos muchachones de familias humildes reunían sus centavos y compraban un cartucho repleto de ripios, como se le llama a las golosinas que han sufrido algún deterioro en su elaboración o en su manipulación, mayormente: polvorones que les faltaba un pedazo, pasteles con un poquitín de quemadura, tarros con el cono rajado, entre otros; todo era comible.

En días recientes, casualmente nos encontramos con El Chino, octogenario, trabajador de La Francesa por aquella época desde jovencito.

Él nos contó, con precisión, el final del hombre con “el dedo tieso”.

Puntualizó que el mencionado entró al establecimiento, seleccionó (suponemos que señaló con el dedo erguido) su dulce preferido entre todos los de la espaciosa vidriera, lo consumió y, cuando regresaba a su punto de vigilia, resbaló, cayó de espaldas y su cabeza golpeó fuerte contra el filo de uno de los escalones.

Fallecería al día siguiente. (Por Fernando Valdés Fré)

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