Preguntándose por qué y en cuál punto de sus cinco años de relación ocurrió el quiebre definitivo, Miranda, una exitosa subdirectora en una revista de modas, observaba en silencio —de esos que rodean todas las rupturas mientras se grita por dentro— desde la mesa de algún café de la calle Fuencarral, cómo Tristán, el hombre con el que estaba segura era absolutamente feliz, se alejaba para siempre de su vida.

Son poco más de las 2:30 de la tarde y la calma que podría esperarse de un día común bajo el influjo del invierno cubano desaparece, en medio del parque de la Libertad. Allí, concentradas para cruzar hacia la Sala de Conciertos “José White”, un centenar de personas esquiva motos eléctricas y autos particulares mientras apuran el paso para llegar al concierto.

La caverna de las ideas es un juego de espejos donde nada es lo que parece y donde el simple hecho de seguir leyendo puede resultar arriesgado. Como corresponde en un texto posmoderno, se llega a la conclusión de que no existe un significado único en la obra (establecido por el autor y que hay que “descubrir”), sino que cada lector es capaz de hacer una interpretación diferente.