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Crónica de Domingo: El sol de Cuba no quema, rostiza

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Si fuera poeta romanticón diría que el sol de Cuba lo inunda todo como una marea de luz. Sabríamos si está baja o alta según donde llegara esa línea perfecta que te divide las paredes en un hemisferio de brillo y otro de sombra en las fachadas de las casas coloniales. Sin embargo, no soy poeta. Sin embargo, el sol de Cuba no hay manera de romantizarlo.

Regresas a casa con dos jabas de nailon, una en cada mano, de esas que llaman de shopping –las que las asas se virotean y se tensan con el peso y toman la consistencia del alambre–, cargadas de lo que aparezca, porque ya nadie sale a buscar algo en específico, solo a buscar.

El sol está en su apogeo y comienzas a sudar a chorros. Sientes esa sensación escalofriante, irónicamente hablando, de que la camisa se te pega a la parte baja de la espalda como escortey. Eso aún puedes soportarlo.

No obstante, acto seguido notas cómo en la frente se forman gotas, gruesas gotas, que lentas pero implacables comienzan a descender por tu rostro. Llegan a la ceja y bajan por el párpado, hasta que se te meten en los ojos. Para poder escurrirte el sudor del rostro, debes coger ambas jabas con la misma mano y, como es el doble del peso, parece que las dos asas-alambres quieren cercenártela. 

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En ese justo momento no hay poeta que pueda romantizar nada. En ese instante de lo que tienes ganas es de tirarte en una piscina inflable como cocodrilo bebé y no salir de ahí nunca más. Quisieras que el sol tuviera un switch, como el bombillo del balcón, para apagarlo un rato.

Cuando alguien está incómodo porque el Indio anda suelto, con la macana preparada para partirte la crisma, para que no se queje más le disparan esa frase que algunos le achacan, aunque yo no estoy seguro que sea de su autoría, al Poeta –así mismito, con mayúscula y todo, el de bigote de brocha y espíritu preclaro– que «el sol de Cuba no quema».

Tengo un amigo que cada vez que le decían eso, miraba hacia el cielo, colocaba la mano como visera para que el brillo no lo encandilara y respondía «pero también escribió que el hombre tiene derecho a equivocarse». Yo creo que en verdad el sol de Cuba no quema, rostiza. 

Carpentier, que abandonó el sol europeo, aristocrático y condescendiente, por este lleno de parafernalia y egocentrismo, comentaba que el mejor momento para contemplar Cuba era en invierno, porque en verano el sol te quemaba el paisaje. Sin embargo, por ahí anda un slogan que reza que Cuba es un eterno verano, así qué te pregunto, Alejo, qué hacemos con nuestras vidas.

Él te hace creer que la nieve es un cuento para dormir niños. Te hace sentir como plastilina. Cuando te detienes en el último resquicio de sombra de tu casa, aunque ya estés bien arregladito,  vestido para matar y colonializado –de colonia– hasta en las partes donde el sol no llega (que en verdad sí llega cuando está para eso) y te percatas de cómo el asfalto reverbera, se te quitan los deseos de visitar al amigo, aunque tenga un pote de Helado Supreme o una botella de Havana Club Selección de Maestros, de encontrarte con el (la) amante que prometió que haría eso que hace tanto estás pidiendo.

El Astro Rey, despótico y autoritario, te clava en el lugar. Entonces te desvistes, te colocas frente al ventilador y te dices que saldrás cuando baje, ese horario que solo conocen los que viven en el trópico.

No intentes combatirlo. Es guerra perdida. Por eso la acera del sol la nombran la de los bobos. ¡Pobres aquellos que piensan que pueden darle la cara y salir ilesos!

No obstante, este sol que raja las piedras y te raja a ti, también nos ha regalado momentos de placer inigualables. No hablo de las hermosas playas turquesas de Varadero, sino de entrar a una shopping solo para disfrutar del aire acondicionado y que el dependiente te pregunte si quieres comprar algo y tú le respondas que solo estás viendo; también de arrimarte un pepino de agua frío a la mejilla y creas que vas a soltar chorros de vapor por las orejas.

Quisiera escribir, parafraseando al Poeta, que el Sol es agrio y «malacaractoso» pero es nuestro… pero esperen que baje un poco, hasta que parezca una naranja inofensiva en el cielo a eso de las seis de la tarde y quizás me embulle, ahora tanta marea de luz me marea.

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